CARLOS HERRERA

(XIV fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta")

Una organización política como la Democracia requiere, para su administración, de una burocracia altamente capacitada y también de mucho dinero. El abanico de gastos en un régimen democrático es vasto y variado. Desde el salario a la propia burocracia gubernamental, como a todo el séquito de empleados del propio Estado. Sueldos de los miembros de los tres poderes parlamentarios (empleados públicos, policías, militares, médicos, enfermeras y maestros) que son los que hacen posible no sólo el trabajo del gobierno, sino el del propio Estado nacional. A esto se suma, como otro gasto importante, el servicio de la deuda externa e interna. Es decir, pagos a los financiadores externos así como a la banca privada nacional, por los préstamos que hacen a los gobiernos.

Una verdadera Democracia no es otra cosa entonces que una inmensa red institucional con fines de servicio social. Tiene así no sólo propósitos políticos, sino también de servicio y organización, para lo cual precisa de unas arcas estatales bien dotadas, también porque los Estados tienen tareas que no siempre pueden ser asumidas por los privados, debido al elevado costo de aquellas (caminos y todo lo que traduzca un apoyo al trabajo productivo nacional).
Después de la experiencia del neoliberalismo, a quien se le cuestiona la idea del protagonismo marginal del Estado en la vida económica, no se puede negar que el mismo es un actor importantísimo del desarrollo, si bien como regulador más que como agente productor. Pero un Estado sin dinero, sin importar lo bueno o democrático que sea, es como un tenista sin brazos, no podrá nunca jugar un partido de tenis.

Un Estado sin dinero no puede hacer caminos, electrificar las zonas más pobres, dar salud, atender el tan importante asunto de la educación, dar seguridad a las personas, obligar al cumplimiento de lo firmado por los actores económicos, proteger la propiedad de la gente, y, en fin, no puede jugar el rol que la modernidad le depara, porque tales servicios sólo pueden materializarse mediante una vasta red de instituciones que hagan posible tal cosa, y eso tiene un costo enorme.


Por eso el tema de la producción es un asunto central cuando se habla de Democracia, porque más que un juego de libre elección de autoridades, este régimen debe ser entendido como un sistema que permita el libre despliegue del potencial productivo y de trabajo de la sociedad, en una atmósfera de seguridad y respeto por los derechos de libertad y de trabajo.

Una Democracia que no se preocupa por la consolidación y el crecimiento de su aparato productivo termina naufragando en las aguas de la pobreza y los conflictos políticos. De ahí lo esencial del tema, porque sólo con las divisas que genera la producción y el comercio se puede hacer realidad la solidaridad para con los más débiles, a través de la educación y la salud, un asunto medular cuando se habla de justicia e inclusión social, dos temas de gran vigencia en las democracias modernas.

¿Dónde mirar para aprender algo de esto? Una rápida mirada al concierto de los países más prósperos del planeta nos muestra que sólo en aquellos países donde la norma constituye el referente principal de organización y conducta, la prosperidad es una realidad. Incluso en la China, de donde se extrae la negación de la idea que prosperidad es sinónimo de Democracia, es un orden regido por normas férreas. No hay ningún secreto en ello, los capitales y las inversiones necesitan, para su movimiento y expansión, de un terreno que posea la estabilidad de lo que es permanente. Un terreno cuya estabilidad dependa, al mismo tiempo, más que de la voluntad de las personas en situación circunstancial de poder, de un acuerdo social general basado en principios y valores concretos, como el que las normas y las leyes democráticas traducen. Un terreno que asegure los derechos de propiedad y de libertad de trabajo, esenciales para mover el trabajo emprendedor de una sociedad.

La verdadera fuerza económica de un pueblo radica en su capacidad inventiva y de trabajo, porque es únicamente mediante el conocimiento aplicado que los ingresos mejoran. Por eso la creencia de que basta y sobra con los recursos naturales para vivir eternamente, sin pensar en el desarrollo de la industria con valor agregado, es una tontería sin nombre en estos tiempos tan dinámicos.
En aquellos países donde el Estado no protege ni estimula el trabajo privado, el músculo económico se anquilosa, porque el trabajo de acomodarse en torno al Estado nunca resulta en nuevos e innovadores productos, que es de donde proceden los buenos ingresos. Esa es precisamente la penosa historia de muchos países en el siglo pasado, que incapaces de ampliar su base productiva no han casi nada con la sola venta de recursos naturales, a no ser regímenes dictatoriales muy afectos al subsidio y a la prebenda, como forma de comprar simpatías políticas.

El progreso no pasa entonces por inculcarle a la gente una cultura extractivista o rentista, sino más bien enseñarle a que desarrolle un espíritu emprendedor. Que piense que la prosperidad se consigue con trabajo y esfuerzo propios y que esto consiste en producir al mejor precio y la mejor calidad, todo lo que sirva para satisfacer una necesidad humana. Ahí además el origen de un Estado solvente, esto es, con los recursos para acometer las tareas que la modernidad le asigna. Es decir, un Estado libre de la obligación de ser el mayor empleador y por eso capaz de ser garante de los derechos básicos de las personas, capaz de atender las necesidades de salud y la educación generales, lo mismo que acometer los emprendimientos de infraestructura más importantes y costosos.

Ahora bien, si hay un factor clave en el tema de la producción de un país es el buen funcionamiento del Poder Judicial; porque es allí donde se materializa la garantía de la aplicación de la ley en cuanto a los derechos en controversia, algo clave para atraer la inversión necesaria para el desarrollo económico.
Si el Poder Judicial trabaja bien, si su trabajo hace que el orden legal se aplique y respete, entonces la dinámica de las inversiones se agiliza; porque el capital no asume riesgos sino en los terrenos que le dan previsibilidad y certidumbre sobre el grado de sus riesgos. Si por el contrario este se convierte en un Poder especulativo, es decir, aplica la normativa siguiendo los dictados de su interés circunstancial o el de los grupos de presión más fuertes, el flujo de inversión en una sociedad así decrece inmediatamente, afectando a los más pobres, porque son ellos los que más necesitan tener un empleo estable y permanente.

Una de las más importantes tareas de los Estados actuales es la de crear las condiciones para que el capital se arriesgue a invertir. Este concepto (riesgo) es clave en el mundo moderno. La inversión no es un asunto que se puede realizar a la ligera, nadie lo hace así. Antes de invertir las personas calculan el pro y el contra del asunto, para ver si vale la pena correr el riesgo de la inversión. La tarea de los Estados modernos consiste en reducir ese riesgo al exclusivo ámbito de los mercados, es decir, a los problemas de la oferta y la demanda.
Me explico: lo ideal es que cuando un inversor calcule los riesgos de invertir en tal o cuál proyecto comercial o empresarial, se limite al cálculo de los problemas del mercado, si tendrá o no competencia, si sus costos son competitivos, si tiene margen para asumir su deuda, si puede conseguir nuevos mercados, y, en fin, se preocupe exclusivamente por esta clase de asuntos. No es bueno que además se cuestione sobre la seriedad y estabilidad de las normas en el país. Cuando los inversores sólo tienen que calcular los riesgos exclusivos del mercado, estamos frente a una sociedad de Derecho. Cuando tienen, por el contrario, que preocuparse además por la conducta y la seriedad de las autoridades, estamos frente a una sociedad que no sabe cómo se estimula la inversión, estamos frente a una sociedad con pocas posibilidades de crecimiento, porque nadie en su sano juicio quiere un riesgo que vaya más allá de lo normal.

La conclusión es pues que la salud de la economía debe ser una de las preocupaciones centrales de las democracias, porque de ahí proceden las divisas para elevar el nivel de vida de sus pueblos. Hay que entender empero que el régimen democrático no es una solución en sí mismo, constituye solo un marco de conducta y organización propicio para el trabajo y la producción, la solución final deviene más bien del esfuerzo productivo y de inversión que los países despliegan. Es la simbiosis de Estado Democrático de Derecho y economía la que trae prosperidad y bonanza a los pueblos del mundo. En otras palabras, si no hay producción a gran escala, tampoco habrá los recursos para que la Democracia sea un asunto efectivo. No hay más secreto.

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