CARLOS HERRERA
(IX fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta")
La más común definición del concepto de cultura nos dice que se llama así al “bagaje de conocimientos, habilidades y costumbres que un pueblo tiene”. Pero cuando éste se proyecta sobre el tema de la política sufre ya un cambio connotativo importante. Por eso cultura, en un sentido político, más bien son los principios y valores que definen la conducta y el orden político de una sociedad. Y por eso también, de la observación de aquella conducta y de aquel orden político, se puede extraer el verdadero perfil cultural de una nación. De lo que entiende como bueno o malo, como útil o innecesario, como racional o irracional. En síntesis, cultura no es otra cosa que conducta y organización, es decir, cómo hace su vida un país; o, en otras palabras, qué cosas le parecen importantes y qué cosas no, desde el punto de vista político y social.
Es bueno entonces preguntarse dónde reside la fuerza de un Estado democrático, porque aunque estos tienen la facultad legal de imponer el orden por la fuerza, ninguno se maneja por la sola presión estatal, ya que en eso consiste la esencia democrática, en un acuerdo de conducta voluntario, no obligado. El verdadero elemento cohesionador de una sociedad democrática es la común aceptación de unas determinadas ideas basadas en la libertad y el respeto a los derechos individuales. En el caso de las democracias modernas las ideas liberales, que ponen los derechos de las personas como asunto central, si bien también piensan que los Estados son necesarios, pero para proteger a las personas de las agresiones externas, y para cuidar el orden social y la propiedad de las personas: Nunca para dictar la vida de la gente, es decir, decirle cómo tiene que pensar o qué trabajo debe hacer, o cuanta riqueza puede acumular.
En otras palabras, sin el elemento de la racionalidad social (que traduce la cultura democrática) y de la cual deriva el valor de la libertad individual, no hay convivencia democrática. No se puede imponer los valores ni las ideas democráticas a palos, también porque en su base filosófica está el respeto por los derechos individuales.
Por eso es preciso recordarle a todos aquellos que defienden la idea de una revalorización de la identidad de los grupos sociales originarios o minoritarios, que si bien es legítima la defensa de esta identidad eso no debe concebirse en términos de confrontación, ni de negación de otros sectores sociales (que es como hoy el populismo de izquierda entiende esa reivindicación) porque no es sobre la base de la pelea y la confrontación social que se fundan los países democráticos, sino más bien sobre la idea de respeto por los derechos generales, y para esto es preciso el sentimiento de sociedad común, con metas y ambiciones comunes (disminuir la pobreza, una de ellas).
Veamos sino el caso de países como Inglaterra o Estados Unidos. Allí viven en armonía una diversidad de culturas provenientes de todos los lugares del mundo, algunas con ideas y costumbres casi contradictorias de las demás, sin embargo de lo cual no viven atentando contra los derechos de los demás, ni agarrándose a palos. ¿Por qué eso es así? Pues porque han aceptado los valores democráticos como de obligatorio cumplimiento. Es decir, han hecho suya una misma cultura política como el referente de organización y conducta de su sociedad. Éste es, en última instancia, su verdadero vínculo cohesionador y lo que se podría llamar también su denominador cultural común.
Otra aclaración, la referida a la equivocada idea que la Democracia debe uniformizar la sociedad, es decir, que en Democracia todos deben ser iguales, igualdad que se la entiende en función de las condiciones económicas de las personas. En las democracias occidentales las personas son iguales, pero se trata de una igualdad más bien formal, porque como dicen algunas Constituciones, los hombres “nacen libres e iguales” pero en cuanto a su condición de personas. Es decir, tienen los mismos derechos y pueden disfrutar de las mismas libertades en condición de igualdad con sus semejantes. Una cosa es que las personas tengan los mismos derechos y obligaciones sociales y otra muy diferente que el espíritu de la Democracia tenga que ver con la uniformización de la sociedad.
Las democracias, más bien, son sistemas que sirven para ordenar la vida en comunidad de los desiguales, sirven para que lo que no es igual encuentre un vínculo de cohesión, equilibrio y respeto. La desigualdad de inteligencia, de capacidades o de posición económica entre las personas deviene de la propia naturaleza de las cosas; de ahí que quienes afirman que las democracias deben tender a la abolición de las desigualdades, no entienden el fondo del asunto, ni la naturaleza de la misma y suelen terminar imponiendo regímenes fascistas.
La pretensión de abolir las desigualdades económicas mediante la intervención del Estado implica siempre la negación de la libertad esencial de los hombres. La misma que les permite a unos prosperar más que otros, o desarrollar diferentes capacidades para la sobrevivencia y por eso mismo acumular más que otros. Tal aspiración es propia de los regímenes autoritarios, y la historia nos muestra que esas experiencias de igualación social forzadas, han devenido, más bien, en la supresión de las libertades democráticas y en pobreza catastrófica. Hay que tener cuidado con los que pregonan tal entendimiento porque en el fondo lo que quieren suprimir son las libertades democráticas.
Aquella mentira, además, apunta al corazón del modo liberal de vida. Por eso también aquellos pueblos que se sueñan democráticos porque han sido prolíficos en la promulgación de normas y en la creación de instituciones democráticas, pero que en los hechos, como lo demuestra su verdadera historia, jamás han asumido con seriedad y convicción los valores y los principios democráticos, debieran revisar sus ideas. Si algo enseña la historia moderna es que la prosperidad de los pueblos está íntimamente ligada a la práctica y al desarrollo de las libertades individuales, esenciales en la cultura democrática.
Los pueblos que odian las diferencias, que le tienen miedo a la libertad, que no tienen el carácter para someterse a leyes razonables, que piensan que las formalidades son el fondo de las cosas y que lo esperan todo del Estado, nunca prosperan. No es el palabrerío el que ayuda a mejorar, sino la actitud y la conducta adecuadas, y esto consiste también en entender la verdadera relación entre trabajo y libertad, así como la importantísima función que cumple en ese sentido el orden democrático. Adoptar entonces la cultura democrática es clave para el desarrollo de los pueblos, porque mientras no se filtre en el subconsciente colectivo que el progreso deviene de los valores del trabajo, la libertad y el sometimiento general de la sociedad a leyes pactadas -pero inspiradas en el respeto por los derechos básicos- nada puede adelantar.
Deducimos así que la educación de una sociedad (el medio más importante para transformar a un país) debe afrontarse con lucidez en dos frentes: uno técnico o académico (de difusión del conocimiento puro) y otro de índole cívico o político, y que consiste en inculcarle a la sociedad los valores y las ideas políticas adecuadas para que su conducta sea constructiva, es decir, devenga en progreso.
Pensar la educación de un pueblo, que es lo que pasa generalmente, sólo desde el punto de vista académico, olvidando que es la “cultura política general” la que hace países fuertes, no es inteligente. Hay que conectar la idea de la prosperidad con la de valores, o lo que es lo mismo, con la idea de conducta responsable.
Si la sociedad no visualiza el lado útil del asunto de los valores (honradez, cumplimiento de lo acordado, transparencia, apego a la legalidad, etc.) si no los percibe como indispensables para mejorar sus condiciones de vida, no hay tierra abonada para el éxito material. Por eso también pensar el desarrollo, como se lo ha hecho en los últimos tiempos, sólo en términos de producción, es equivocado. Lo que hace a un país grande no es sólo el volumen de su producción, sino más bien su capacidad para asimilar la ideas y la conducta que promueven un orden de trabajo, responsabilidad individual y apego general a la legalidad. Estos son los factores determinantes del progreso.
O sea que no se puede acceder a la modernidad si se acepta que la ilegalidad, la ineficiencia y la corrupción es la regla en el diario vivir, como pasa en muchos de los países en desarrollo. De nada sirve tener una normativa estupenda si aquella permanece en el limbo de lo incumplido. Democracias como la nuestra, que se rigen más que por la norma por la fuerza de los grupos corporativos, adolecen de una dolencia terminal. En síntesis, sin cultura política, es decir, sin el discernimiento de cuáles deben ser los valores y los principios de convivencia generales, el progreso no es más que una ilusión.
Abogado