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En la conversación política de nuestros días, es habitual que todo se reduzca a un enfrentamiento binario: “izquierda” contra “derecha”. Esta forma de catalogar ideas y partidos se ha convertido en un hábito tan arraigado que pocas veces nos preguntamos si todavía sirve para entender la realidad. Algunos sostienen que fue la izquierda quien popularizó la etiqueta “derecha” como un recurso polémico para identificar a sus adversarios con la defensa de privilegios, pero la verdad es más matizada.
La división nació hace más de dos siglos, en la Asamblea Nacional Constituyente de Francia de 1789. Allí, quienes se sentaban a la derecha del presidente apoyaban la monarquía y el orden tradicional; quienes se sentaban a la izquierda reclamaban cambios profundos. Con el tiempo, esta simple ubicación física derivó en un lenguaje que pretendía describir las posiciones políticas de manera rápida y clara.


Durante el siglo XIX y buena parte del XX, la distinción reflejaba el surgimiento de los movimientos obreros y socialistas de un lado, y de los conservadores y liberales clásicos del otro. Sin embargo, incluso entonces, muchos partidos no se reconocían a sí mismos con esa etiqueta. Los liberales preferían llamarse “progresistas” o “modernos”; los conservadores, “moderados” o “constitucionalistas”. La fórmula “izquierda-derecha” fue, en gran medida, una clasificación externa que la prensa, los activistas y la costumbre popular terminaron consolidando. Es decir, fue una clasificación externa que terminó normalizándose, no una autoidentificación voluntaria y unánime.


Hoy, más de 230 años después de aquel reparto de bancas en un recinto parlamentario, seguimos aplicando esa misma dicotomía a un mundo que ha cambiado radicalmente. Las monarquías han ido siendo sustituídas por democracias. Y la tecnología, la globalización y la evolución de identidades políticas han vuelto insuficiente cualquier intento de clasificar ideas y proyectos en dos campos opuestos. Etiquetas heredadas del siglo XVIII sirven más para simplificar y caricaturizar que para comprender.


Lo que una generación consideró “de izquierda” puede hoy parecer conservador. Lo que fue “de derecha” hace cincuenta años ahora se reviste de discursos de innovación. Las posturas sobre economía, medio ambiente, derechos individuales o políticas de identidad se cruzan y se mezclan de formas que el viejo binomio no alcanza a describir.
Por todo esto, seguir dividiendo el debate público entre izquierda y derecha resulta no solo anacrónico, sino empobrecedor. Tal vez haya llegado la hora de abandonar gradualmente esta polarización obsoleta y buscar un lenguaje más preciso, más abierto y menos condicionado por prejuicios heredados. Si queremos entender y transformar la política de nuestro tiempo, necesitamos categorías nuevas que hagan justicia a su complejidad.

 

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