CARLOS HERRERA

(XXII Fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta")

Con frecuencia se afirma, no sin cierta exageración, que la Universidad es el templo del conocimiento por antonomasia. Según esta opinión ella cobija en su seno el summun del saber de un país. Se dice también que en sus aulas se forma al ciudadano del futuro y de ello se deduce su importancia como institución social. Vamos por partes. Lo primero es que la Universidad sí juega un importantísimo rol en el desarrollo del país, porque allí se forman los que asumen luego el mando de la nave del Estado nacional, como la dirección de los emprendimientos privados más importantes en la sociedad abierta. En segundo lugar, la Universidad es importante también porque en sus aulas se difunden las nociones básicas del conocimiento científico y social que un país posee; es decir, que todo el saber que un país genera en las ciencias exactas y sociales, generalmente es consecuencia de una buena siembra en los años universitarios.

Pero su aporte no debiera restringirse exclusivamente –como pasa entre nosotros- a transmitir un puro conocimiento técnico, sino en promover más bien y de forma adicional al conocimiento teórico, una sólida capacidad de análisis y de reflexión científica o humanística.

¿Qué quiere decir esto? Que la adquisición pura y simple del conocimiento teórico no reporta a los países ningún beneficio si la persona no desarrolla junto a ello las habilidades del análisis y de la investigación. Una buena enseñanza -si de verdad lo es- deviene siempre en un destilado de buen criterio y buen discernimiento intelectual. En otras palabras, es aportadora de desarrollo sólo si forma una persona que además de tener buenas nociones académicas, sabe discernir cuáles son las soluciones adecuadas para los problemas de su ciencia. Es decir, posee el don de la reflexión y el entendimiento lógico de las cosas, además de la imaginación, por supuesto. Esto es precisamente lo que hace posible el desarrollo de la investigación científica en el mundo y es, por eso mismo, la razón primera del desarrollo de los países.

Pero esta misión no es posible -hay que decir también esto- si los que imparten ese conocimiento viven atrapados en un limbo cuasi prehistórico, porque de nada sirve estudiar, salvo en casos excepcionales, lo que no está vigente. Esto vale para las ciencias exactas como para las sociales. El fenómeno más común en las universidades de los países como el nuestro es la desactualización más grande, pero es sobre todo en las ciencias sociales donde el fenómeno es más visible. Ahí todavía se piensa la sociedad en términos del pasado, ya que sigue vigente la perorata socialista de la lucha de clases y la explotación de los obreros. Se piensa la evolución de las sociedades abiertas todavía en términos de enfrentamiento de clases, más que de trabajo asociado entre las mismas. No nos entra aún en la cabeza que el progreso deviene del trabajo asociado entre los miembros de una sociedad, de que todos jueguen su rol adecuadamente.

Y por lo mismo no se visualiza que el bienestar de la sociedad es consecuencia de una adecuada combinación de factores económicos y políticos. Para miles de universitarios y de profesores nacionales el capital es un ogro que hay que combatir; cuando es claro que sin él no es posible mejorar la calidad de vida de la sociedad, porque su ausencia implica estancamiento de la economía, es decir, estancamiento del empleo, del consumo y de la generación de riqueza. Y lo mismo pasa (el país se empobrece) si la sociedad no se organiza en un orden político que promueva y defiende las libertades y la economía de mercado.

En las ciencias exactas la cosa es parecida. Una prueba irrefutable de ello es la carencia absoluta de centros de investigación tecnológica. Nuestra Universidad no aporta casi nada a la sociedad en este sentido Y no parece que la cosa vaya a cambiar, porque a nadie le preocupa mucho desarrollar la investigación científica en nuestras universidades. Es verdad que hay algunos laboratorios que ofrecen servicios especializados, pero no hay nada en ellos que se parezca a la investigación científica. Adicionalmente a esto los profesores de la Universidad Pública escriben poquísimo. No hay un sistema que los obligue a mejorar y a producir conocimiento, tal y como ocurre en otras universidades del mundo, donde para subir en la escala jerárquica y salarial es preciso pensar y producir. Aquí la norma es que la antigüedad concede derechos y aumentos salariales, no los méritos profesionales. Algo que parece más bien una broma de mal gusto.

Pero la cosa no termina ahí. Aparejado al tema de la desactualización de los conocimientos que se imparten, como a la poca producción intelectual de los profesores, está el asunto de la politización y la falta de fiscalización sobre los gastos en que incurre la Universidad. Todo esto justificado por la idea que nos hemos formado sobre la institución de la “autonomía”, que aquí se entiende de una forma típicamente criolla, porque “autonomía” para nosotros quiere decir: “Estado independiente”.

Es al amparo de esta grosera manipulación conceptual que se ha incrustado en nuestras universidades una casta burocrática que ha hecho de la politiquería y la indiferencia, más que de la enseñanza y la investigación, su razón de ser. Gracias a este estado de cosas, hemos llegado al absurdo que un titulado de la universidad pública, en razón de los pocos que finalmente terminan y de lo mal que se manejan los recursos públicos ahí adentro, le cuesta al Estado boliviano una cifra mayor al costo del estudio en una universidad privada, algo que parece no tener mucho sentido. Para verificar este aserto basta una simple división entre los recursos que la Universidad recibe anualmente y el número de aprobados anualmente. Es decir, que todo el inmenso presupuesto que el Estado le entrega anualmente en verdad sirve más para financiar una burocracia ineficiente y prebendal, que para financiar profesionales para el país.

Gracias a esta deficiente comprensión de las cosas se ha instalado también la idea, en la cabeza de alumnos y autoridades, que la Universidad no le debe ninguna explicación a la sociedad por el destino y uso de los recursos que ella sufraga para su mantenimiento. Es decir, que según este particular razonamiento, la sociedad, que es la que financia con sus impuestos la vida de las universidades no tiene ningún derecho a saber cómo y de qué forma se educan los futuros miembros de aquella y tampoco con adecuación a qué criterios o políticas educativas.

La consecuencia directa de tan singular relación de la universidad pública con la sociedad devino, como era lógico, en el más absoluto divorcio entre lo que el país necesita y lo que la universidad le aporta. En cuestión de un par de décadas hemos incrementado el número de profesionales en algunas áreas sin el debido correlato de la necesidad social, descuidando otras de vital importancia, como la formación de profesionales en las ciencias exactas, vitales para el trabajo productivo de los países. La conclusión es, entonces, que ordenar la vida de nuestras universidades es un asunto apremiante. ¿O es acaso posible hacer algo bueno en la vida, si no hay luz en la cabeza?

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