CARLOS HERRERA

(VI fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta")

La expresión “Estado de Derecho”, surgió al final del siglo XVIII y principios del siglo XIX (en el ocaso del absolutismo) para definir el régimen de gobierno constitucional monárquico, que basaba su legitimidad en el doble principio de la representatividad y el imperio de la ley; una representatividad, como se sabe, basada no en el principio democrático, sino en el de clase o estamento social. Se define así, entonces, a una sociedad donde la norma pactada establece el ámbito de acción de las autoridades, regula sus actos y dicta los derechos de las personas. En otras palabras, el concepto señala un orden social basado en tres ideas fundamentales: imperio de la ley pactada como criterio ordenador de la sociedad (ya no la voluntad de unos pocos o de una sola persona); control de la autoridad (obligación de su sometimiento a la ley); y derechos básicos para las personas. 

Luego, y debido al cambio de las circunstancias políticas, es decir, en razón del fortalecimiento progresivo de las ideas democráticas, el concepto sufrió una profunda modificación en su contenido, porque la inclusión de los principios democráticos en la vida política le dio un carácter mucho más amplio. Hoy en día la expresión “Estado de Derecho” incluye, al lado de las ideas iniciales (orden social basado en la ley pactada, obligación general de su cumplimiento y derechos básicos) la idea de elección de las autoridades, lo mismo que plazos limitados para el ejercicio del poder por parte de ellas.

Pero en Latinoamérica y debido a las naturales distorsiones que los conceptos abstractos sufren en la práctica, la idea que se tiene sobre este fenómeno político es preocupante. Siendo como somos, además, pueblos con poca educación y proclives a pensar más en las formas que en los contenidos, el concepto ha sufrido tal deformación que bien vale la pena intentar una reflexión sobre el mismo.


Lo primero que podemos decir es que lo que define a un Estado de Derecho democrático, más que un bagaje normativo abundante, es el acatamiento voluntario de las normas. Esta idea es esencial si hablamos de un régimen democrático. Porque cuando la autoridad no se somete a los mandatos de la ley, abusa de sus prerrogativas, no cumple con las funciones que la ley le asigna, entonces no hablamos de un régimen democrático. También por supuesto cuando la regla de conducta ciudadana general es la violación de la misma; o cuando la legislación, haciendo caso omiso a los valores y los principios de la Constitución, promulga leyes que niegan los principios básicos de la misma.

Es inconcebible también (ya señalamos esto anteriormente) un Estado de Derecho que carezca de un esqueleto institucional diverso, es decir, de un edifico de instituciones con roles y competencias definidas claramente. Las instituciones operan como el brazo que baja las normas del limbo de la pura abstracción a la vida terrenal, al mismo tiempo que aseguran la participación social en los asuntos generales de la sociedad, un punto central en el concepto de sociedad abierta basada en la ley pactada. Sin una institucionalidad vigorosa, sin una estructura que haga posible el aterrizaje de las normas en la conducta social, inclusive mediante el uso de la fuerza – atribución que también tiene un Estado- no es posible la existencia de un Estado de Derecho.

La característica esencial del cuerpo normativo de un Estado de Derecho es que debe ser un organismo en constante evolución y siempre a tono con la evolución de la sociedad; no hay que olvidar que el ideal de sociedad amable sólo tiene posibilidad de materializarse en una comunidad que se integra permanentemente a sí misma, renovando sus normas de acuerdo a criterios de justicia y equidad. Ésa es precisamente la misión del Derecho moderno, ser una técnica de regulación social integradora. Si no sirve para integrar deja de cumplir su función primordial, que no es otra que la de formar una comunidad asentada sobre los principios que sustentan la modernidad, o sea, seguridad, justicia y derechos individuales. En otras palabras, un Estado de Derecho democrático será tal sólo si es capaz de introducir en su esfera de influencia al conjunto de los miembros de una sociedad, tanto como lograr que las normas que dicta sean conducta obligatoria para la sociedad.

Ahora bien, en muchos pueblos de Latinoamérica los principios de un Estado de Derecho Democrático ni se entienden, ni se cumplen a cabalidad. Es decir, el respeto por los derechos fundamentales, el sometimiento de los poderes al orden constitucional, la separación e independencia de los mismos, la obligación general de acatar las normas, no son parte de la filosofía del ciudadano, ni de la cultura política. La solución por el Derecho implica una cultura que nosotros no tenemos. En rigor de verdad, nuestras sociedades carecen de un auténtico espíritu de legalidad; nos gobierna todavía el corporativismo, seguimos regidos por la fuerza que los grupos de poder despliegan en la vida política.
El Derecho que debiera regirnos (por esa falta de cultura democrática precisamente) se queda en el papel, no se hace conducta. Si algo define a los pueblos como el nuestro es un absoluto desapego a la legalidad y la poca y muy mala comprensión de la utilidad que una sociedad basada en el Derecho tiene sobre el progreso. Un defecto, por lo demás, propio de todas nuestras clases sociales: ricos y pobres, políticos y profesionales, obreros y gremiales.

Luego la ausencia de una cultura social apegada a la idea del Derecho (como referencia de orden y organización social) siempre repercute mal. La más relevante de esas repercusiones está vinculada con la capacidad productiva de la nación. En el mundo moderno las relaciones comerciales han adquirido tal grado de complejidad y detalle, que el auxilio del Derecho se ha vuelto esencial. El comercio actual, lo mismo que la actividad productiva industrial, implica el movimiento de grandes capitales lo mismo que acuerdos de negocios complejísimos, cuya materialización y desarrollo toma extensos lapsos de tiempo, y todo eso es imposible sin un adecuado marco de normas que regulen y proporcionen, de un modo general, las condiciones básicas para que ese trabajo se desenvuelva con cierta previsibilidad y seguridad.

Es precisamente el carácter de previsibilidad y permanencia, de racionalidad y legitimidad de la ley, lo que abona el terreno para la llegada del gran Capital a las economías locales. Es ese mismo carácter también el que minimiza el riesgo que supone toda inversión, porque permite medir la solidez del terreno donde se construirán los cimientos de los negocios contratados, algo vital para el desarrollo económico. El progreso material de un pueblo sólo deviene, entonces, de un régimen dominado por la ley pactada, porque sólo ésta favorece la confianza y estimula la inversión.

Una última consideración sobre una idea ya aludida: el fundamento último de las sociedades democráticas modernas se asienta en la idea de la racionalidad del pensamiento. Casi todo deviene de su ejercicio: la elaboración de las leyes, la forma de gobierno y hasta los valores que predominan en aquellas sociedades. La razón impera hoy de una forma casi absoluta en casi todos los órdenes de la vida humana. Los Estados de Derecho no son por lo tanto un accidente social, ni el capricho de alguna clase social: son una respuesta racional a los problemas que la vida en comunidad supone. Son la forma más desarrollada de la aplicación de la razón humana al tema de la sociedad y sus problemas. Razón y modernidad son por lo tanto conceptos equivalentes, lo mismo que Estado de Derecho.

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