CARLOS HERRERA 

(VII fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta") 

No hay comunidad moderna que carezca de un acuerdo básico de convivencia y organización. Es decir, no hay sociedad que carezca de normas de conducta y de organización de la estructura de Poder. En las sociedades democráticas esos acuerdos se materializan a través de las leyes que el Poder Legislativo promulga; esto es, aquellas que los Diputados y Senadores aprueban como tales. Y si se entiende que el ejercicio del Poder en un sistema democrático es delegado, entonces la idea de que a través de las leyes que promulga el Poder Legislativo es la voluntad popular la que se expresa, no es difícil de aceptar. Sin embargo, esas normas o esas decisiones no pueden ser el fruto de acuerdos caprichosos, se rigen por un pacto de principios y valores que les da su orientación y sus límites: la Constitución Política del Estado.

En el fondo una Constitución democrática es un pacto político y social que organiza los poderes del Estado, al mismo tiempo que define los derechos y las obligaciones de los miembros de la comunidad. Es la base de todo el orden jurídico de un país. Todo el edificio de normas que rigen las diversas áreas de la vida de un país debe atenerse a la filosofía y al espíritu de aquella. Decimos que aquella es un pacto, porque requiere de una adhesión social general (no sólo parlamentaria) para su validez, ya que no se concibe una Constitución democrática sin un amplio consenso sobre su contenido.

Pero en el caso de las leyes, que más bien son obra del legislador, la cosa es diferente. No son ya fruto de un acuerdo general social, sino más bien de un acuerdo de mayorías parlamentarias; la ley formaliza y legitima por tanto la voluntad la voluntad de una mayoría parlamentaria. De ahí que para su nacimiento se requiere, en la generalidad de los casos, de una mayoría simple en la votación parlamentaria, salvo contadas excepciones.


¿Cuáles son esas excepciones? Los casos de las leyes orgánicas, que son leyes que se denominan así porque se refieren al diseño de algunos órganos o instituciones políticas esenciales en la estructura de Poder, y por ello se requiere, para su aprobación, ya no una simple mayoría, sino lo que se llama mayoría cualificada, es decir, dos tercios de los votos de las Cámaras, o al menos mayoría absoluta (51% o mas de los votos).

Lo esencial de las leyes entonces es que resultan de acuerdos de mayoría, no de consensos generales. No obstante lo anterior, es importante reafirmar que si de una verdadera Democracia se habla, el contenido de las leyes no puede jamás desvirtuar o negar el espíritu de la norma básica, la Constitución Política del Estado. Así, si la Constitución establece que la libertad es un valor esencial en el orden jurídico nacional, ninguna ley puede contradecir tal disposición; o si aquella dice que la propiedad privada está garantizada, la ley sólo puede reglamentar los casos excepcionales en los que aquella puede ser revertida o expropiada. La Constitución es, pues, la verdadera informadora de todo el edificio jurídico de las democracias modernas.

Es claro, sin embargo, que esta modalidad de decisión (voto por mayoría) puede servir también para justificar el abuso y el atropello de una mayoría reacia a admitir los valores democráticos.
¿Dónde los límites entonces? ¿Dónde las herramientas para morigerar los excesos? Repitámoslo, en la norma básica (la Constitución Política) que dibuja un mapa de derechos inalienables que el Poder Político no puede desvirtuar, ni negar. Entre ellos (si de una auténtica sociedad abierta y democrática hablamos) el derecho a la libertad, a la opinión y al disentimiento, a la libertad de expresión, a la asociación política libre, a elegir un trabajo y a disponer libremente del fruto del mismo, a la propiedad privada, a la circulación libre por el país, a ser juzgado con adecuación a las normas vigentes y a tener derecho a la defensa, a la igualdad ante la ley, a la presunción de inocencia, etc.

Los derechos anotados son por lo mismo parte esencial del perfil que la Constitución Política de una sociedad abierta y democrática debe observar. Es decir, que el núcleo de una Constitución Política Democrática se concibe esencialmente para la protección de los derechos individuales como para la morigeración (mediante la técnica de la separación de poderes) del poder político. De ahí que aquellas Constituciones que piensan más en el fortalecimiento del poder público que en la protección de las personas, más en la limitación y control de las libertades que en su promoción, más en la intervención en la economía que en su apertura, no son Constituciones auténticamente democráticas, aunque se proclamen como tales. Una Constitución Política es democrática sólo si en ella sobrevive la filosofía del derecho individual, es decir, si obliga al poder público a respetar los derechos básicos de las personas.

Por eso también, cuando mayorías parlamentarias circunstanciales (en un deshonesto intento por desvirtuar el auténtico espíritu democrático de aquellas, mediante reformas constitucionales luego validadas por referéndums) aprueban la modificación del derecho individual característico de las Constituciones democráticas, no deben persuadir a nadie de lo que no son, porque lo que define a una Constitución no es un abundante articulado referido a los derechos, sino el espíritu que anima e informa todo el edificio jurídico de una Constitución. Es decir, si la filosofía que la inspira pone de manifiesto que el poder público está obligado a respetar el derecho individual, esto es, la forma democrática que asumen las relaciones entre las personas y entre las mismas y el poder público.

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