CARLOS HERRERA
Iván Arias publica esta semana un artículo en el diario Página Siete donde se pregunta por qué el MAS -un típico partido populista sin ideas modernas trascendentes- logró dominar la escena política boliviana por casi quince años. Apunta como una de las razones a la incapacidad de los gobiernos democráticos liberales de transformar las medidas políticas y económicas adoptadas en los ochenta y noventa (el 21060 –que ordenó el universo tributario; la Capitalización –que hizo posible las inversiones que trajeron la bonanza gasífera que disfrutamos los últimos diez años; la Participación Popular –que democratizó la asignación de recursos a los municipios según la población; la Reforma Judicial –que entre otras cosas sobresalientes diseñó el Tribunal Constitucional; y la vigencia de la independencia de poderes) en políticas de Estado, es decir, en acuerdos generales que hicieran posible la estabilidad y el crecimiento.
Es cierto. Digamos sin embargo que también jugaron en contra de esa aspiración las ideas políticas que manejamos los bolivianos, fuertemente contaminadas por la filosofía colectivista. Es decir, por aquellas ideas que consideran a la sociedad más importante que las propias personas, y por eso consideran al Estado y a las autoridades (no a un orden de leyes iguales para todos) como los verdaderos agentes del cambio de un pueblo, ideas que la humanidad ha ensayado una y otra vez desde hace dos mil años de historia occidental y que finalmente fueron sustituidas por las ideas constitucionalistas heredadas de las revoluciones del siglo XVIII.
Si miramos con cuidado la historia de los pueblos andinos veremos que ha discurrido bajo la influencia de las ideas colectivistas, que le dieron a la nobleza y las autoridades, un rol rector. Ellos dirigían la política de relación con las otras tribus, asignaban los recursos, resolvían las diferencias entre los ciudadanos y planificaban la siembra. Es decir, la responsabilidad de la organización general de la vida social era privilegio de la autoridad, no de los ciudadanos. No hubo por tanto en estas sociedades durante cientos de años casi ninguna práctica de los valores y las ideas Occidentales, sociedades, por el contrario (sobre todo a partir de los siglos XVIII y XIX) donde las personas debían encargarse de su sustento y su futuro por cuenta propia. Este fenómeno (la poca inclinación del boliviano a la individualidad y la diferencia) puede verse con claridad en la uniformidad de los grupos carnavaleros andinos, donde prevalece la igualdad del diseño y la danza, no la diferencia y la originalidad, como un resabio de su pasado colectivista.
De ahí entonces que, no obstante el descalabro inflacionista y la persistente pobreza que las ideas populistas anteriores a los últimos gobiernos liberales promovieron (desde los cuarenta hasta los setenta) nos haya resultado tan fácil tirar por la borda las reformas políticas y económicas adoptadas por los liberales en los ochenta, para caer en las fauces de un populismo que si por algo va a ser recordado es por la más absoluta incompetencia de sus autoridades para realizar los cambios y las reformas que hagan de Bolivia una nación próspera y segura. Las ideas entonces cuentan y cuentan mucho más de lo que la gente piensa.
El bagaje intelectual boliviano está saturado de las ideas de izquierda no sólo porque ellas han sido las más populares y las de mayor difusión el siglo pasado, sino porque somos un pueblo que le tiene una aversión histórica a la idea de la responsabilidad individual, es decir, tampoco nos damos cuenta de que cederle al Estado la responsabilidad de salir del atraso y la pobreza implica también entregarle los recursos públicos, cuando apoyamos esas políticas de gasto público desmedido e inflacionista, o la arbitrariedad en el orden económico, cuando aplaudimos los “precios justos”.
Lo irónico de todo ello es que si uno mira con cuidado la realidad verá que no obstante la idiosincrasia política del boliviano (afecto a cederle al Estado un rol rector) no hay pobre o ciudadano que no tenga que asumir su vida y sus necesidades por cuenta propia y muchas veces en el más absoluto abandono, porque al populismo lo último que le interesa es la gente pobre y vulnerable, no obstante la bulla que hace en tal sentido.
La idea de que la persona es libre y que como tal puede y debe velar por sí misma, no es una idea muy popular entre los pueblos que han crecido de la mano de la autoridad, y por eso también las ideas liberales no han logrado entre nosotros el prestigio que tienen en otros pueblos. Hay que hablar por eso más de libertad y de responsabilidad individual, pero también que la atmósfera ideal para el desarrollo de la personalidad es una atmósfera de libertad económica, porque es impensable que alguien pueda crecer y desarrollarse debidamente en un orden saturado de restricciones y regulaciones que inhiben la generación de riqueza y bienestar, como es lo típico con el populismo.
Esto último implica también combatir algunos paradigmas socialistas que le han hecho a las personas un enorme daño intelectual, cuando le han enseñado que la riqueza es un volumen ya dado y que para que los pobres salgan de su condición es sólo cosa de mejorar su distribución, una mentira del tamaño del mundo porque los recursos, lo mismo que la riqueza, siempre son escasos, es decir, nunca alcanzan para todos, si bien se puede crear y aumentar la riqueza en la medida del trabajo y la inversión, siempre y cuando se tengan unas condiciones de libertad y economía de mercado, tal y como lo han hecho algunos pueblos asiáticos, a los que socarronamente la izquierda mundial les asignaba, hasta no hace mucho tiempo, el rol económico de aportadores de materia prima para el primer mundo, una mentira que ha quedado rebatida por la propia realidad de esos pueblos, que han logrado alcanzar importantes cuotas de desarrollo y tecnología.