CARLOS HERRERA
(XVI fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta")
¿Saben los países pobres y atrasados como el nuestro en qué consiste la idea del “bien común”? Para saberlo es necesario revisar cuáles son sus políticas de Estado, esto es, qué asuntos de la vida nacional considera prioritarios y cuales las acciones que adopta para resolverlos. En general los pueblos adelantados del mundo (las sociedades abiertas) son los que dan la pauta en este sentido, ya que han pasado por la misma historia de los pueblos atrasados; es decir, han tenido que afrontar y resolver los problemas que nosotros tenemos ahora y es de su escuela de donde debemos informarnos para enfrentar nuestra realidad. Y esto porque aunque cada país tiene sus particularidades históricas, en líneas generales la historia política y económica es siempre la misma.
Digamos entonces que la idea del “bien común” se refiere a lo que es del interés general de la sociedad, a los problemas que nos afectan a todos, a los que en definitiva son la causa del atraso o del progreso de los países. ¿Qué asuntos debiera incluirse dentro de esta expresión? Si se trata de pueblos atrasados y pobres, no hay duda que lo primero debiera ser la educación de la sociedad. ¿Por qué la educación? Pues porque sólo a través de ella es posible cambiar la cultura de un pueblo, que es, a su vez, lo único que puede hacer el milagro de la transformación de un país.
Toda buena educación debe aspirar, como condición definidora de la misma, a crear una determinada cultura. Es decir, consolidar unos determinados valores y una determinada conducta social. Crear una cultura común no supone, como algunos pudieran creer, que todos debamos pensar y sentir de la misma forma. Se alude más bien a la necesidad de adoptar unas pocas ideas básicas para los fines del orden social y que resulten de una correcta apreciación de las cosas.
Un par de ejemplos en este sentido: que lo que es la base del mundo desarrollado, el respeto a las libertades por parte del Estado, permite a las naciones prosperar. O que si no se aplican políticas de fomento a la inversión y la actividad privada, es decir, en ausencia de una economía de mercado, la pobreza y la exclusión social nunca podrán ser combatidas eficazmente.
La educación debe entenderse también más que como memorización hueca y descosida, como acción desarrolladora del criterio y del pensamiento de los ciudadanos. Debe dar a las personas la herramienta de la lógica, pero también la del entendimiento. Debe preparar a las personas para el análisis razonado de los problemas, a ver las cosas con objetividad. En síntesis, debe formar sentido común, algo extremadamente raro entre nosotros, aunque suene a disparate.
Sin criterio y sentido común, o lo que es lo mismo, sin racionalidad, es poco lo que las sociedades pueden hacer para resolver sus problemas, porque cuando se carece de ello casi nunca se atina a ver lo que en verdad son los asuntos de fondo, y se gastan fuerzas y energías en debates y luchas estériles que más que resultados dejan confusión y frustración. Por eso cuando una sociedad se plantea seriamente el asunto de la educación debe hacer dos cosas: impartir en el nivel básico una educación que desarrolle la capacidad del análisis razonado de nuestros estudiantes –hoy inexistente casi- y la mejora inmediata del nivel de educación a nivel profesional, es decir, meterle la mano a las Universidades en serio.
La educación es la mejor herramienta para mejorar la sociedad, porque un pueblo educado no sólo es capaz de entender las cosas como realmente son, es decir, puede establecer mejor las relaciones de causa y efecto en las cosas de la vida: también puede visualizar mejor los caminos del progreso. El buen entendimiento es clave en este sentido, porque la prosperidad es consecuencia, más que del trabajo aislado de las personas, más que de la filosofía del “sálvese quien pueda”-común entre nosotros- del trabajo asociado a gran escala, incluida la sociedad entre Estado y privados.
Otra política fundamental según la idea del “bien común”: el manejo responsable de los recursos públicos. A los Estados les toca (o al menos así se cree) la tarea de construir los caminos, darle salud a los sectores más pobres, construir escuelas, y, en fin, usar las recaudaciones impositivas para apoyar los grandes emprendimientos sociales.
Sin embargo, es también una tradición –en los países subdesarrollados- que el Estado sea el mayor despilfarrador, sino el ladrón más descarado. Despilfarrador porque la práctica común de aumentar el número de empleados del Estado no redunda en mayor producción de bienes y servicios (que es de donde proviene el dinero que eleva la calidad de vida) sino que constituye un gasto que sólo sirve para crear una clientela política que sólo beneficia a las autoridades (Estado) porque luego aquella masa vota a favor de quienes los contrataron. Y ladrón, porque darle un uso caprichoso a tales recursos (no como lo señalan las normas constitucionales) o imponer impuestos elevados que sólo sirven para el gasto improductivo, constituye nomás un robo descarado del fruto del trabajo de las personas.
¿Tiene culpa la sociedad en esto? Por supuesto que sí. Las autoridades, antes que autoridades, son miembros de una comunidad, es decir, participan de una lengua común, una misma historia, un mismo medio, unos valores determinados, en síntesis y salvo las naturales diferencias personales, se parecen a todos nosotros. Si actúan como actúan cuando están en el poder se debe única y exclusivamente a los valores que poseen.
¿Y de dónde extrae una persona una buena parte de sus valores personales? Pues de su medio, es decir, del entorno donde vive. Y si en él es admitida la impostura y la mediocridad como algo normal, entonces meterle la mano a las arcas públicas también será normal. Mucho de lo que ellos hacen no es más que un reflejo de los valores con los que se maneja la propia sociedad. Por eso la regla es que las autoridades de turno salgan con los bolsillos forrados y sin asomo de vergüenza.
La causa de la mala administración de los dineros públicos radica pues en la conducta de la propia sociedad, no es como se cree un fenómeno aislado. Combatir el fenómeno de la ausencia de valores en la sociedad debiera ser también una política de Estado.
De la anterior política se desprende otra, también de enorme importancia para el futuro nacional. ¿Qué dirección darle a la inversión pública? O lo que es lo mismo ¿Cómo utilizar las recaudaciones del Estado? Además de los gastos ineludibles en educación y salud, los dineros de los impuestos debieran servir para crear una eficiente infraestructura de apoyo a la producción y al trabajo general de la sociedad. Esta inversión sin embargo tiene necesariamente que tomar en cuenta cuál es la vocación productiva que nuestra nación tiene.
Y por lo que puede verse, nuestro verdadero potencial está vinculado a la explotación de nuestros bosques tropicales, a vender energía (tenemos en abundancia yacimientos de combustibles fósiles lo mismo que mucha agua, un recurso valiosísimo y que sirve también para la generación de electricidad) como a la venta de productos agrícolas (aceites, soya, quinua y cereales, carnes, cueros y lanas) en razón de la gran extensión de nuestra superficie cultivable, tanto en el Oriente como en el Occidente altiplánico.
Tenemos también potencial minero y algo de manufacturero -textiles, joyas y cueros- si bien en una escala reducida; además del turismo, una industria que vende bien y no requiere más que cordialidad y cultura en la gente. En esto consiste nuestra vocación productiva y comercial. No vamos nunca a vender computadoras ni cohetes, ni vamos a tener gran siderurgia (porque carecemos de la tradición científica necesaria para alcanzar tales fines) pero como puede verse no es poco lo que tenemos. Esto es lo que la inversión pública debe contemplar como prioritario. El ahorro que son los impuestos debe servir para desarrollar nuestra verdadera capacidad productiva, antes que para iniciar emprendimientos disparatados y sin utilidad real. El Estado debe pues apoyar con sus esfuerzos todo aquello que tienda a fortalecer estos rubros.
Otro punto importante para nuestro desarrollo -inserto también dentro del concepto del “bien común”- la apertura a las inversiones extranjeras. Durante décadas la izquierda, que a su paso no ha dejado más que pobreza y confusión, y que no ha logrado jamás levantar ni la economía ni la calidad de vida de ningún país (porque incluso cuando sus gobiernos parecieran haber sido exitosos, la riqueza siempre fue heredada de los liberales) pregona la mentira que el capital extranjero viene a expoliar las riquezas de los países como el nuestro. Después de la segunda guerra mundial, es decir, luego que los americanos le metieran dos bombazos atómicos a los japoneses, éste pueblo dio la más inteligente y pragmática lección sobre la forma en que un país debe encarar la tarea del desarrollo. Ellos entendieron que lo único que le procura a un país una mejoría en sus condiciones de vida es la producción, es decir, la creación de riqueza material.
¿Dónde estaba el capital que necesitaban para levantar al país de la devastación que dejó la guerra y los bombazos? Pues en las potencias vencedoras del conflicto, en especial en los Estados Unidos. Así que haciendo gala de un increíble “buen pragmatismo”, le abrieron las puertas a los capitales americanos para que invirtieran allá. El capital japonés en ese momento era solo el grado de educación de su gente y las ganas de reconstruir el país. Y ya todos sabemos lo que ocurrió después de la llegada de los capitales americanos a la tierra del sol naciente. Hoy los japoneses no sólo participan del capital accionario de las fábricas que se instalaron allá, sino que son, en el concierto universal, importantes socios comerciales de muchos de los países mas adelantados del mundo.
La apertura a las inversiones constituye por tanto un punto clave dentro del concepto del “bien común”. El peor enemigo de esta idea es sin embargo la falta de discernimiento general, porque todavía, en grandes sectores de sociedades como la nuestra, queda un fuerte resabio de la perorata socialista. No ha calado aun la idea que la prosperidad de un país, es decir, las divisas que le permiten mejorar sus escuelas, sus carreteras, sus hospitales, y en suma, dinamizar su economía, proceden únicamente del crecimiento de la capacidad productiva del país. No hay otra salida para los pueblos pobres y con poca producción que apelar al capital foráneo para implementarla. A condición también de entender que no es vendiéndose a sí mismo que un país se hace grande, sino vendiendo en el mercado del mundo, algo que aunque bastante obvio, miles de personas no entienden todavía.
La institucionalización del Estado es otra política que podemos también inscribir dentro de la expresión “bien común”. Salvo para los reaccionarios fundamentalistas o para los socialistas de mala fe, la Democracia Representativa es la forma de organización social que mejor encarna el ideal de justicia y racionalidad. No es que las democracias sean la organización perfecta, pero tienen de bueno que en su base está el respeto a los derechos y las libertades básicas, lo cual no es poca cosa, si se revisa la historia del mundo. En líneas generales y a despecho de lo que pasa en la China (porque este país aun no resuelve parte importante de sus problemas) a mejor institucionalidad democrática mejor funcionamiento social y mayor crecimiento económico; ésta es la ecuación moderna del desarrollo de los pueblos, pero a condición de bajar a las normas del limbo de la pura literatura al plano de la conducta general.
Fortalecer la institucionalidad es pues un asunto de orden práctico, porque institucionalidad quiere decir también verdadera participación social, si entendemos que para salir de la pobreza se requiere no sólo del trabajo privado sino también del estatal. Por eso no es cierto que la burocracia sea una maldición y una carga para la sociedad. Sólo cuando es ineficiente, corrupta y supernumeraria. La gente que trabaja en la administración del Estado opera en los hechos como los gerentes de la empresa-país. Si la estructura gerencial es buena, es decir, si las instituciones y los gerentes que las comandan son eficientes, se destraban las cadenas del trabajo y la productividad para bien de todos. Si tan sólo pudiéramos asumir con seriedad e inteligencia los puntos anteriores, transformaríamos la nación.
Un último punto referido a la idea del “bien común”. Cuando se habla de desarrollo se suele menospreciar el entorno de ideas políticas donde el trabajo se desarrolla. Es un error grave. Si la cultura política de la sociedad no valora la libertad, los derechos de propiedad, la idea de trabajo libre, el sometimiento general a lo dictado por las Constituciones, es decir, carece de una idea inteligente del concepto de República, entonces le abre la puerta a la demagogia y a la subjetividad más destructivas, porque enseguida se instala el discurso populista, que afirma que los Estados tiene el deber y el derecho de intervenir en la economía (dizque para paliar las fallas del mercado) con controles de precios, impuestos selectivos y discriminatorios y subsidios que generalmente se extraen de las ganancias de los sectores mas productivos (desanimando con ello el trabajo de aquellos) amén de una batería de leyes y medidas económicas que a lo único que llevan es a que unos sectores subsidien obligados unas políticas económicas que sirven más que para alentar la producción, para crear clientela política, porque aquellos sectores que se benefician de la “generosidad” de Estado, se alinean inmediatamente con los gobiernos que los favorecen, sin pensar en el verdadero origen de los recursos, es decir, sin entender que los regalos siempre le restan a otros, en este caso a la misma sociedad, porque cuando el Estado regala a diestra y siniestra bonos, o subsidia sin verdaderas razones económicas algunos rubros, siempre lo hace sustrayendo recursos de otros sectores, como la educación o la salud. Los impuestos no son de propiedad de los Estados o los gobiernos, le pertenecen a la sociedad, por eso mismo su uso político no es legítimo, como algunos creen y hacen, porque se asume que las personas pagan impuestos para que el Estado les garantice un mínimo de seguridad, proteja sus bienes, les brinde salud, educación de calidad, cree laplataforma de infraestructura para que la producción aumente, así como una jubilación decente que evite el desamparo actual en que se encuentran los adultos mayores.