CARLOS HERRERA

(Fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta") 

En las últimas décadas, en los países subdesarrollados de Occidente hemos pasado, para sorpresa de todos, de la certeza sobre la llegada de mejores tiempos (creíamos que las Democracias Representativas eran un logro irreversible) a una situación de duda y descreimiento generalizados, ocasionados en parte por el regreso del mesianismo político como por la persistencia de las políticas económicas intervencionistas, que como enseña la historia han constituido mas bien una traba poderosa para el desarrollo económico sano de los países.

Aniquilados los poderes totalitarios con el triunfo de los aliados en la segunda guerra mundial, muertos los enemigos de la libertad, pensamos que todo podía resolverse con relativa facilidad y que un futuro de bienestar llegaría de la mano de la filosofía del trabajo, el respeto por el orden democrático, la solidaridad para con los más débiles, el fomento de las libertades individuales, como la organización de la economía en un orden de mercado abierto y participativo. 

¿Era cierta esta suposición? ¿O más bien totalmente errada? Para averiguarlo hay que mirar la historia reciente con una actitud objetiva, tratando de no caer en la trampa de la visión ideologizada, que es, entre nosotros, los pueblos latinoamericanos en desarrollo, tan común que es casi un deporte nacional.

A inicios del siglo pasado (XX) en las emergentes Democracias occidentales, las ideas de mayor peso intelectual eran las relativas a los derechos individuales (libertad, trabajo libre, propiedad privada y seguridad personal). El movimiento Constitucionalista que tuvo sus orígenes en los tiempos de las revoluciones liberales (siglo XVIII) pero que se consolidó definitivamente apenas el siglo pasado, había convertido en normas positivas aquellos valores, y había, además, creado una atmósfera de civilidad y cultura nunca antes vista.

Bien miradas las cosas, las ideas de libertad individual, propiedad privada, institucionalidad democrática y responsabilidad individual constituyen el esqueleto ideológico de nuestro tiempo. El mundo actual le debe mucho de su forma a la materialización de estas ideas, porque aunque se puede criticar muchas cosas a la modernidad, no se puede negar que jamás antes en la historia de la humanidad ha habido sociedades con un nivel tan alto de cultura y respeto por la persona.
Describir las sociedades modernas no es fácil, no obstante lo nítido de sus caracteres. Muchas cosas las distinguen: el desarrollo tecnológico, el aumento de la producción, la explosión demográfica, un mayor respeto por los derechos de las personas; pero su rasgo definitorio, lo que es su nota distintiva (si bien algo etérea) es la aspiración de vivir en sociedades donde prevalezca el derecho individual más que la fuerza corporativa, es decir, casi todos queremos sociedades organizadas en torno a normas y reglas que provean la garantía de la seguridad y la libertad para las personas. Sociedades donde las personas puedan vivir en paz y donde sean respetadas en sus derechos básicos, al mismo tiempo que ejercidos con un criterio de respeto por la legalidad. Es decir, queremos sociedades regidas por el Derecho democrático.

Sin embargo, para una gran mayoría de pueblos del mundo esa conquista parece hoy más difícil que nunca, porque el mundo moderno comporta delicados y complejos problemas. Uno de ellos, la increíble velocidad con la que los acontecimientos se suceden. El último siglo de nuestra historia ha sido extraordinario en todo el sentido de la palabra. Después de una larga historia de hacer las cosas a pie y a caballo, hemos alcanzado incluso el milagro de volar. Hoy podemos movernos sobre la tierra a una velocidad que para los hombres de hace dos siglos era impensable. Y ése es precisamente uno de los principales problemas, la velocidad con la que adelantan las cosas. No pienso exclusivamente en los avances tecnológicos, sino más bien en los fenómenos sociales.

Los problemas que la modernidad acarrea adquieren a veces tal grado de vertiginosidad y complejidad que muchas veces terminan complicando nuestro deseo de alcanzar un mundo mejor. A guisa de ejemplo, el desmesurado crecimiento de la población mundial, que se debe en parte a la división del trabajo, porque fue gracias a este fenómeno que se multiplicó la producción de alimentos, como al desarrollo de la ciencia médica, que hizo posible una menor mortandad mundial, todo lo cual ha incidido en el crecimiento de la población mundial como de los problemas sociales que se conectan con ella.

Por eso, aunque a primera vista se puede pensar que en los países este incremento de la población no ha traído sino beneficios -porque ha aumentado la producción y el capital humano- es evidente también que ha puesto un enorme peso sobre los recursos naturales del planeta, habida cuenta que aquel aporta el material para la satisfacción de una parte importante de las complejas necesidades humanas.
Y esto mismo constituye ya un problema de magnitud -si bien no irresoluble- porque la satisfacción de las necesidades de consumo de la población mundial supone la extracción de ingentes recursos naturales, algo difícil de sostener indefinidamente, no sólo porque la Tierra no tiene el poder de regeneración necesario como para afrontar con éxito el ritmo de producción industrial actual, sino porque esta misma ligazón (consumo-industrialización) supone un impacto colateral que promueve, por un lado, un enorme impacto sobre algunos de los recursos naturales (vida marina y bosques tropicales) y, por el otro, una descontrolada contaminación ambiental. El fenómeno del calentamiento global, que consiste en un espesamiento del manto de CO2 (dióxido de carbono) existente en la atmósfera y que impide que la energía que los rayos solares introducen en la atmósfera rebote en la misma proporción hacia el espacio, no solo es la última manifestación de ese fenómeno, sino que –según la óptica de algunos científicos- pone en riesgo la existencia misma de la vida sobre la tierra. De ahí entonces la necesidad de buscar las ideas que concilien la guerra contra la pobreza y la exclusión, con las necesidades de preservación de nuestra casa grande.

Ahora bien, en el caso de los países subdesarrollados, la explosión demográfica descontrolada (característica de estos pueblos) tiene asociados un cúmulo de problemas de negativa repercusión en sus vidas. Una sociedad constituida en su mayoría por gente pobre y sin educación tiene mucho menos capacidad para alcanzar el bienestar (el progreso) entre otras cosas porque la carencia de educación es el caldo de cultivo ideal para que gobiernos de corte populista -hábiles en la manipulación y la demagogia como son- se aprovechen de la ignorancia y las necesidades populares induciendo a sus pueblos en un sentido contrario al de la historia (que propugna la libertad, el trabajo y la responsabilidad individual como los valores constitutivos de la modernidad) cuando les inculcan ideas contrarias o enemistadas con las verdaderas motivaciones humanas, esto es, contra la legitimidad del interés personal o el impulso a la propiedad privada, que han demostrado ser las razones de fondo del progreso humano actual.

La explosión demográfica descontrolada es pues un peligro no sólo para la estabilidad de los recursos naturales del planeta, sino para la subsistencia misma del orden social democrático (que supone una cierta madurez de conciencia y educación) habida cuenta que los países pobres del mundo son muchos, están muy poblados y están también muy desinformados, es decir, son una verdadera bomba de tiempo.

El conocimiento es, entonces, otro rasgo fundamental de la modernidad, porque sin él no se concibe ningún tipo de desarrollo.
Ahora bien, el conocimiento opera en dos sentidos: permite discernir las leyes que rigen el desarrollo de los pueblos (cuales ideas políticas y económicas ayudan al crecimiento y desarrollo) y contribuye también, de modo directo, al aumento de su producción de bienes, porque el uso de la ciencia hace posible un aumento de la producción a menores costos.
En cuanto al primer sentido, sólo aquellos que poseen una adecuada noción sobre las ideas políticas que un país debe aplicar para mejorar su organización han adelantado en su desarrollo. Un ejemplo, los que saben que la mejor forma de propiciar la generación de riqueza material es a través de una economía de mercado, es decir, una economía donde los derechos de propiedad sean fuertes y donde la competencia, el trabajo libre, la imaginación y las necesidades de las personas definan la asignación de los recursos y la naturaleza de la producción.

Otro ejemplo de una idea política constructiva: nada mejor para los negocios y el comercio que la estabilidad y la previsibilidad que otorga el Derecho democrático. Sin normas basadas en el respeto a los derechos individuales no son posibles las grandes inversiones, ni los grandes acuerdos comerciales. Es decir, no se resuelven los problemas de empleo, salud, educación, ni de pobreza. Porque sólo la capacidad de producir bienes con un alto valor de cambio soluciona el asunto de la pobreza, ya que es de ahí de donde los pueblos obtienen los ingresos que les permiten subir su calidad de vida, es decir, consumir más, educarse mejor, tener caminos, salud, etc.
El Derecho democrático, que contempla la prevalencia de los derechos individuales (libertades, propiedad privada, trabajo libre, etc.) y la economía de mercado (como la mejor forma de generar riqueza y distribuir los recursos) son entonces factores de fondo del desarrollo de los pueblos.

Por el contrario, aquellos pueblos donde no es el Derecho democrático el que rige la vida sino la ideología anacrónica, o el corporativismo salvaje, se aseguran la indigencia más dramática, porque donde no hay un mínimo de seguridad y respeto por los derechos ciudadanos, esto es, donde no hay protección para la libertad en todas sus manifestaciones, el capital, que es uno de los factores claves para el desarrollo, ni llega ni se genera a gran escala. En síntesis, el desarrollo se define por un buen o mal conocimiento sobre sus propias leyes y de ahí la importancia de cultivar el conocimiento en todas sus facetas.
Con respecto al segundo sentido en el que opera el conocimiento –el relativo a la producción y creación de riqueza material- la llegada de la globalización, es decir, el fenómeno del incesante aumento de las relaciones entre las naciones del mundo (donde el comercio es un asunto central) ha creado unos mercados de tal magnitud, que sin el auxilio del conocimiento aplicado (la ciencia) es poco lo que se puede lograr en la lucha por su posesión.
En el mundo actual las palabras claves son tecnología y competencia. La globalización es un fenómeno que implica mercados abiertos y lucha por los mismos, y sin conocimiento aplicado, es decir, sin ciencia ni tecnología aplicada a la transformación y creación de bienes y servicios a gran escala es imposible competir en precios y en calidad con los productos de los competidores. Basar el desarrollo de un país en la venta exclusiva de materias primas ya no es una buena idea, porque hoy valen menos que antes; es más bien a través de una oferta de productos con alto valor agregado que los beneficios de los mercados mundiales se alcanzan, y de ahí la importancia del conocimiento en el segundo sentido.

Un par de cosas más en este rápido repaso de los rasgos generales de la modernidad: la influencia de la ideología y la religión. No es como se cree por ahí, que en el mundo moderno la ideología juega cada vez un rol más moderado. Por el contrario, en una porción importante de países la ideología tiene un carácter casi absoluto, y si bien no se manifiesta en los términos del pasado (subordinación absoluta a la voluntad del Estado, abolición de la propiedad privada, negación de las diferencias humanas, o limitación de las libertades) subsisten aún resabios ideológicos que son directa herencia de aquellos tiempos.

El núcleo de la filosofía socialista consiste en la creencia que la lucha de clases determina el sentido de la historia, y que el Estado es el único motor del desarrollo de las sociedades (no la actividad productiva y cultural de la gente en un orden de libertad, como ahora sabemos).
Lo irónico es, sin embargo, que no obstante que la historia muestra hoy que el deseo de libertad y de adquirir bienes es la verdadera razón del progreso de los países desarrollados, las ideas socialistas subsisten aún en la mente de millones de intelectuales y trabajadores del mundo, que olvidan parece el descalabro político y económico que sufrieron los países que adoptaron tales ideas. Ahora sabemos a ciencia cierta que la afirmación socialista de que el Estado es el actor más importante del desarrollo es una equivocación grave. La experiencia de los países desarrollados corrobora esta afirmación. De lo que se trata más bien (si hablamos de desarrollo) es de fortalecer el imperio de la norma democrática como reguladora de la vida de las sociedades, sin afectar las libertades individuales y sin debilitar tampoco al extremo el importante pero subsidiario rol que el Estado debe jugar en una sociedad auténticamente democrática.

En otras palabras, de lo que se trata es de establecer un equilibrio entre el Poder Público (el Estado) y los derechos de la sociedad (actora principalísima del desarrollo) a fin de que los derechos de las personas y las necesidades de orden y regulación de la sociedad se adecuen en armonía, es decir, trabajando en una sola dirección, la del desarrollo de la sociedad.
Vinculado también al asunto de la ideología está el tema de la religión. Y he aquí que la misma -que al final de cuentas no es más que un cúmulo de ideas sobre el origen del cosmos y el ser humano- no da hoy tampoco la talla requerida, y por el contrario, más que acercar a los pueblos, sirve más bien de motivo de distanciamiento. Se dirá que ella en sí misma no es el problema, sino que está siendo usada por sectores reaccionarios que desean adueñarse del control del poder, pero aún así juega un rol ideológico innegable, es decir, influye en la forma en la que algunos pueblos conciben un sinnúmero de cosas. Hay muchos ejemplos de que la religión ha servido de combustible inflamador de algunos de los conflictos más complejos en las relaciones internacionales, y, en otros casos, su preponderancia en los valores y en la conducta de las sociedades dificulta el acercamiento entre ellas, tanto como su propio progreso social. Y esto no obstante que toda teoría religiosa tiene (gran ironía) como inspiración central, el amor y el respeto por los demás.

Como puede colegirse, la modernidad tiene un rostro múltiple; cosas maravillosas como el grado de civilidad y organización de algunos pueblos, o como el desarrollo tecnológico que los ha llevado a un nivel de comodidad y de eficiencia productiva impensable hace tan sólo dos siglos, pero también tiene un lado oscuro y de realidad concreta, que se manifiesta con nitidez en las naciones subdesarrolladas, donde las cosas no logran encaminarse en razón de que las ideas y las nociones que impulsan el desarrollo del mundo moderno no son aún entendidas con propiedad.
Es en este marco de cosas que las democracias de los países subdesarrollados como el nuestro deben desenvolverse; un mundo dominado por fuertes tendencias ideológicas, intereses económicos poderosos y conflictos de toda índole, como preocupaciones por la conservación de la naturaleza, lo mismo que por el desarrollo y la producción de bienes y servicios. Y nada más importante para los países que esto último, sin producción no hay desarrollo, y sin desarrollo imposible mejorar el nivel de vida de los pueblos.

El verdadero reto para las democracias subdesarrolladas como la nuestra, entonces, consiste en mejorar cada vez más el trabajo y la producción, pero siempre dentro de un marco jurídico que proteja los derechos y las libertades ciudadanas, porque sólo en tal orden es posible la generación de riqueza a gran escala.

Pin It