CARLOS HERRERA

(Fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta")

Toda organización social responde a una determinada filosofía y a unos determinados principios y valores. Las democracias contemporáneas son el corolario de la filosofía democrático-liberal, una filosofía que se asienta sobre la idea de la preponderancia del “derecho individual y la soberanía popular”. La filosofía liberal nació como una respuesta al absolutismo y como resultado de los cambios sociales y económicos operados en las sociedades de los siglos XVII y XVIII, y se consolidó definitivamente con el advenimiento de la revolución francesa y americana, a finales del mismo siglo XVIII. Los principios y las ideas liberales (igualdad ante la ley, derechos básicos, libertades, límites al Poder Político, protección de la propiedad privada, etc.) reorganizaron las sociedades de tal forma que no sólo se valorizaron los derechos individuales, cambió también la conformación de los poderes públicos, al mismo tiempo que la propia actividad económica, porque el reconocimiento de tales derechos supuso una profunda revolución en las relaciones de producción imperantes hasta el momento.

 Es decir, las libertades que impulsaron las revoluciones permitieron que la economía hiciera eclosión, porque dio a las personas una mayor libertad para escoger su actividad y una mayor protección para acumular riqueza. Esto no quiere decir, sin embargo, que las ideas liberales sólo respondieran a los cambios económicos o de producción, sino que responden también a un sistemático avance de las ideas sobre el valor de la condición humana, es decir, son también consecuencia de la evolución de la ética y la moralidad. La historia humana, entonces, es siempre fruto de la interacción entre las ideas, los valores, el trabajo productivo y la lucha por las libertades.

Por eso también, al mismo tiempo que se consolidaron los derechos individuales, es decir, al mismo tiempo que se fortaleció la idea del valor preponderante del individuo sobre el Estado, se fortaleció la idea de una organización política basada en la separación de poderes (esto es, límites al poder del Estado); voto popular para la elección de las autoridades políticas; y la asimilación de la conducta de la sociedad a las normas de Derecho democrático.

Aunque en rigor la idea de la participación del pueblo en los asuntos públicos es tan vieja como la civilización griega, no es sino con el nacimiento del parlamentarismo en la vieja Inglaterra (Medioevo) que el derecho de participación política se renueva, si bien todavía de un modo restringido, ya que entonces sólo ejercían ese derecho algunas clases sociales y no la generalidad de la sociedad, tal y como hoy se concibe.

En síntesis, el advenimiento de la filosofía liberal supuso no sólo el reconocimiento de unos derechos comunes a todos los hombres, sino la abolición de los privilegios de clases del pasado monárquico, tanto como la idea de que las decisiones políticas de importancia debían responder a la voluntad de una mayoría social. Fue también en correspondencia con estas ideas que nació el fenómeno del Constitucionalismo moderno, que formuló de manera nítida mediante la creación de normas positivas, no sólo la protección de los derechos de las personas de los atropellos del Poder, sino también el modelo político con separación de poderes, característico de la democracia representativa. Igualdad ante la ley, derechos fundamentales y separación de poderes, son por tanto conceptos de cuño liberal y son también la base de la organización política de los Estados democráticos de la actualidad.

 Pero las ideas liberales enfrentaron, desde fines del siglo XIX y principios del XX una fuerte oposición de otras ideas políticas, que tuvieron su apogeo con la instauración del régimen socialista en el conglomerado de repúblicas que se denominó Unión Soviética. Aquellas ideas tenían su base filosófica en la idea de que la comunidad, esto es, el Estado, es el fin último de toda organización social y que por lo mismo los derechos de las personas debían subordinarse al interés general, al interés del Estado como tal. Afirmaban también que la propiedad privada -central en las ideas liberales- era la causante directa de la explotación de grandes masas humanas y por ende de la pobreza de las mismas.

 Los socialistas pensaban que los dueños de los medios de producción -esto es, los dueños del capital- obtenían por la venta de sus productos un adicional al costo de producción del mismo, al que denominaron plusvalía, que procedía directamente de la mala  retribución por el trabajo a los obreros, es decir, a los que finalmente fabricaban los productos. En otras palabras pensaban que el empresario obtenía una ganancia desmedida del valor final del producto, porque lo que le pagaba al obrero (que ponía la fuerza de trabajo) como salario, era sólo una ínfima parte de la ganancia que él obtenía de la venta del producto acabado.

 También le atribuyeron al orden social (leyes, usos y valores) una directa correspondencia con el modo de producción basado en el principio de la propiedad privada. Para ellos todo el ordenamiento jurídico (principios constitucionales, leyes e instituciones políticas y jurídicas) es decir, el mismo Estado republicano, estaba diseñado para mantener unos privilegios de clase, así como un determinado modo de producción; que no era otro que aquel que se basaba en la propiedad privada de los medios de producción.

Fueron ellos quienes difundieron la idea que las normas y las instituciones que una sociedad crea sólo cumplen la finalidad de hacer posible el dominio de una clase social sobre otra. Una idea que arraigó de tal modo en el subconsciente colectivo, que aún ahora, años después del fracaso de aquellas creencias políticas (que lo único que dejaron fue miseria y violencia) impide a nuestros pueblos ver al capital, al trabajo y a las libertades como lo que realmente son, la base de la economía moderna y del progreso material y moral de los pueblos.

Promovieron también la idea que la evolución de las sociedades respondía a una causa puramente materialista, es decir, que todo se debía a la pugna por mejorar la posición y los privilegios de clase. Incluso la religión fue puesta en cuestión. El mayor de sus ideólogos, Carlos Marx hizo famosa la afirmación que la religión es el opio del pueblo porque lo mantiene adormecido y lejos de la  verdadera comprensión de las leyes que rigen la vida en sociedad.

Fue esta filosofía política la que sembró entonces la creencia, en gran parte de la intelectualidad del último siglo, que la evolución social provenía de la lucha de clases dentro de la  sociedad, porque según ellos la fisonomía social estaba definida principalmente por dos clases, la burguesía, que poseía los medios de producción (fábricas y negocios) y el proletariado (obreros) que eran la gran masa trabajadora, que proveía la fuerza de trabajo, si bien surgió con el tiempo otra clase entre las dos anteriores (clase media) que se encargaba de la administración y el apoyo profesional a los negocios de la burguesía. 

Pues bien, estas ideas tuvieron una hondísima repercusión en el mundo entero, sobre todo en los países pobres del planeta, que las adoptaron con rapidez no tanto porque fueran esencialmente ciertas, sino porque explicaban las cosas eximiendo de cualquier responsabilidad a los propios pueblos y a sus dirigentes, algo que resultó muy cómodo para todos. En otras palabras, encontraron en esas ideas la justificación para su ignorancia y para evadir su propia responsabilidad en la tarea de la construcción social.  

El único dique de contención a su rápido avance lo opusieron las clases acomodadas de aquellos países donde las libertades habían desarrollado una economía relativamente fuerte y el número de pobres no era mayoritario.La Iglesia, enemiga declarada de estas ideas, fue otra de las fuerzas sociales que le opuso también enorme resistencia, enemistada con el socialismo no tanto por su carácter ateo como por la idea de abolir el régimen de la propiedad privada, que constituía la base de su poder y su riqueza.

Pero al final, como ya lo sabemos, las ideas socialistas fallaron y las ideas liberales fueron adoptadas por la generalidad de los países del mundo, y se han manifestado a lo largo de la historia del último siglo de forma diversa y no siempre exenta de debates ideológicos. Porque aunque atrás quedaron las acusaciones sobre la inmoralidad del asunto de la propiedad privada, surgió un nuevo debate,  que, si bien no ponía en tela de juicio su legitimidad como principio de organización social, desencadenó la susceptibilidad de que el incontrolado crecimiento del poder económico de algunas personas ponía en cuestión uno de los principios mas caros al liberalismo republicano, el de la igualdad de las personas frente a la ley. Se afirmaba que los ricos, por ser ricos, obtenían un trato diferenciado frente a la ley, y concluían de ello que la tal igualdad frente a la ley no era sino una patraña más del capitalismo liberal. No decían, por supuesto, que si había un trato diferenciado se debía única y exclusivamente a la venalidad de alguna autoridad, no a la esencia del principio mismo; y esto devino, como era lógico, en otro importante debate que se bifurcó en dos sentidos: el de los límites al poder económico y el rol que el Estado debía jugar en la solución del problema de la pobreza.

 Fue por eso que el debate ideológico en los países emergentes de Occidente ha girado en el último siglo en torno a la problemática estatal, es decir, al análisis sobre la forma y el grado en que el Estado debe intervenir en los asuntos de la vida económica y la distribución de la riqueza.

Ahí nacieron muchas de las ideas que hoy prevalecen en la mente de millones de personas, que ponen al Estado como el gran restaurador de la justicia y la correcta distribución de la riqueza que las sociedades producen. Ideas que han definido en parte importante el perfil de las luchas políticas modernas, y que han contribuido, además, a desarrollar una fiebre de regulación en la economía sin que hasta ahora hayan dado los resultados esperados, porque si bien la intervención del Estado en los asuntos de la protección de los derechos de las personas tuvo un impacto benéfico (sus logros son evidentes) en cuanto a la generación de riqueza material, es decir, en cuanto a la idea de democratizar los ingresos, tuvo serios tropiezos, ya que la interferencia estatal en la economía sólo contribuyó (si bien de manera involuntaria) a distorsionar el modo natural en que los mercados funcionan y distribuyen la riqueza (porque nunca permitió en términos sanos la competencia, un asunto clave para la diseminación de la riqueza material) con lo que acabó finalmente agravando la pobreza.

Toda la maraña de subvenciones, control de precios y protección arancelaria que los Estados urdieron en el último siglo -como parte de ese nuevo entendimiento sobre el rol del Estado- no ha traído otra cosa que el anquilosamiento de las capacidades productivas de los pueblos subdesarrollados y con ello su correlato, la pobreza. Un siglo después de su inicio, este debate sobre el rol del Estado continúa todavía entre los pueblos en desarrollo, sencillamente porque han olvidado mirar con cuidado la forma y el rol que los países desarrollados le han dado al mismo.

En el mundo subdesarrollado se ha pasado por tiempos de proteccionismo, desarrollismo, mercantilismo, capitalismo de Estado y hasta hoy no parece que se hubiera aprendido nada de la historia ni de la experiencia de los pueblos exitosos,  porque lo que se ve hoy en la órbita latinoamericana sugiere que estamos volviendo a revivir la filosofía del intervencionismo estatal en la economía, un fenómeno negador  de la idea que los mercados funcionan mejor que el Estado cuando se trata de la asignación de recursos, es decir, que por su dinámica y su cobertura nada mejor que los mismos mercados a la hora de la distribución de los recursos y la riqueza, si bien no exentos de una cierta regulación.

Esta historia de estatización tiene un capítulo aparte que conviene mencionar, debido a la secuela ideológica que dejó en gran parte de los intelectuales y estadistas del mundo. Acabada la segunda guerra mundial y por influencia de un economista inglés de renombre mundial (J. M. Keynes, que sostenía la idea de que el Estado debía, en tiempos de crisis y desempleo, ser el motor del crecimiento económico de las naciones mediante la herramienta del gasto público) los Estados se abocaron,  (construyendo carreteras, escuelas, aeropuertos, represas y cuanto asunto fuese considerado de interés social) a un tarea de inversión y creación de empresas estatales  que luego asimilaron como cosa permanente,  desvirtuando absolutamente el funcionamiento sano de los mercados y desvirtuando también sus ideas, porque Keynes no era partidario de la estatización de la economía, es decir, de que el Estado fuera el mas importante empresario y  con el mayor número de empresas en sus manos (todas ellas protegidas por la legislación nacional) sino que sólo quería promover un nuevo dinamismo a la economía mediante el gasto público circunstancial.

Tal fue entonces el origen de uno de los peores males políticos actuales, el predominio de la burocracia estatal en las decisiones económicas de los pueblos, que no ha dejado mas que pobreza y debilidad económica, porque entre otras cosas generó una política de monopolios y proteccionismo que liquidó la competencia y dejó a la sociedad cautiva de unos poderes económicos egocéntricos y absolutamente corruptos.

Esto, como ahora sabemos en definitiva, no comporta una solución eficaz contra las crisis cíclicas del capitalismo y por eso la primer ministro inglés Margaret Thatcher (en los años  80) puso en vigencia la idea que el Estado debía dejar el rol de actor económico para sólo jugar el papel de regulador de las relaciones entre los sectores de la sociedad, o sea, el papel de legislador y garante de los derechos de libertad de las personas. A partir de ahí, el Estado debía garantizar el cumplimiento de las normas que la sociedad se da a sí misma para su buen funcionamiento y dejar que las fuerzas del mercado asignaran los recursos de una forma más natural.

 Así fue como surgió lo que luego se denominó (imprecisamente creo) el modelo neoliberal de Estado, que si bien rectificó los equívocos sobre el rol del Estado empresario, no dio en todos los países los frutos de crecimiento esperados,  tal vez porque la idea de retirar al Estado de la actividad económica no se acompañó con unas políticas de estímulo a las libertades como a la institucionalidad democrática, de suerte que aunque el neoliberalismo fortaleció el crecimiento económico y aumentó considerablemente el número de personas de la clase media, los valores y principios que lo sustentan no fueron asimilados con plena convicción por grandes sectores de la población, por lo que cuando llegaron los ciclos bajos de la economía capitalista (recesiones o inflaciones) aquellos culparon al modelo capitalista (como era lógico) de la precariedad de su situación, sembrando así nuevamente el terreno para la llegada del populismo intervencionista.

Hoy sin embargo parece claro que lo mejor es tener, si no un Estado empresario, sí uno fuerte en instituciones y muy filtrado de participación social,  como la mejor forma de asegurar que las ideas y los valores del liberalismo moderno, esto es, la protección de las libertades individuales y el control del poder político, sean una realidad tangible. Este, a grandes y precipitados rasgos, el marco ideológico en el que se desarrollaron las democracias de los países pobres del mundo occidental durante el siglo XX y tal vez por eso mismo, la suerte de muchas de ellas ha sido tan diferente.

 

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