CARLOS HERRERA
Mucha es ya la información y muchas también las experiencias que muestran cómo terminan las aventuras que tienen al Estado como actor central en la economía; como ésta en la que los bolivianos nos hemos embarcado de nuevo por la siempre seductora prédica populista, no obstante la debacle económica que ha ocasionado en los países donde se ha tratado de imponer tal idea.
Vamos por pasos. Aunque los negocios de oportunidad son también corrientes en el mundo económico capitalista (especulación monetaria, precios circunstanciales de materias primas que dejan grandes ganancias, negocios ilegítimos y otros) no es sino mediante una estructura productiva diversa que las economías exitosas del mundo han desarrollado el potencial productivo que les conocemos. En otras palabras, sólo aquellas economías establecidas sobre la base del esfuerzo privado han alcanzado un crecimiento sostenible, es decir, han mejorado la capacidad de consumo de la gente como los niveles de bienestar general.
En contraposición, aquellas economías que en vez de propiciar un verdadero régimen de libertad económica (esto es, un sistema donde el trabajo privado se expanda con la menor interferencia estatal posible) han establecido la política de potenciar al Estado como piedra angular de la actividad económica nacional, son ahora los países mas pobres del mundo, los menos productivos y los que menos libertades tienen, como lo muestra el mapa mundial de la pobreza y el subdesarrollo.
¿Por qué no funcionan las políticas contrarias a la economía de mercado? Porque su principal fundamento ideológico (redistribución de la riqueza a través de decisiones burocráticas, no de los mercados) es el enemigo natural de la inversión, que es, como todos sabemos, el alma del crecimiento y el progreso de los pueblos.
Ahora bien ¿Tenemos nosotros en Bolivia algo que se parezca a una estructura productiva que pueda considerarse moderna? Es decir ¿algo que consista en un orden político que proteja la propiedad privada, regule la conducta del Estado con respeto de la idea del derecho individual, además de estimular el trabajo libre y la competencia entre los productores? ¿Tenemos, además, una estructura de instituciones (estatales y jurídicas) que garanticen el cumplimiento de las obligaciones contractuales y el cumplimiento general de las normas legales?
Sí, tenemos un orden así, al menos en el aspecto formal. Y desde el punto de vista político bien podría decirse que somos una democracia capitalista, porque nuestras normas propugnan la defensa del derecho individual, al menos por ahora. Luego si miramos los ingresos nacionales veremos también que nuestra economía tiene una estructura productiva privada capitalista de mediano tamaño que aporta buena parte de los ingresos nacionales.
¿Pero entonces, si tenemos un orden de economía de mercado y un complejo institucional inspirado en la defensa de las libertades, por qué no hemos mejorado al ritmo de los otros países? Pues porque hoy está claro que tener normas de comercio abierto como instituciones democráticas de poder, no es suficiente. Hay que tener además una cultura social que se sustente en la idea de responsabilidad individual, tanto como en la de libertad económica. Hay que tener, en otras palabras, una cierta coherencia entre lo que se predica y lo que se hace.
Observando cuidadosamente lo que en verdad muestra nuestra sinuosa historia política inmediata, es que nosotros vivimos lejos de lo que predicamos en el orden formal de las cosas; porque aunque está claro que no somos enemigos del sistema capitalista -aquí la propiedad privada como la idea de utilidad económica son parte de nuestra filosofía corriente de vida- no visualizamos correctamente la relación entre las ideas políticas y el progreso. Y esto porque en general nuestra percepción de tales ideas está distorsionada por el discurso ideológico y la subjetividad emotiva que nos caracteriza.
No entendemos, por ejemplo, que un régimen político de libertades (como el que defiende la democracia liberal) únicamente puede sostenerse sobre la idea de la responsabilidad propia. Es decir, que la responsabilidad de la vida del individuo recae más sobre sí mismo que sobre el Estado y que eso constituye la verdadera fuerza de una sociedad, porque la gente asume que es el trabajo, más que la dádiva estatal o el subsidio gremial, el camino del éxito en la vida personal.
Ése mal entendimiento es tambien lo que nos lleva a aceptar como legítimas esas políticas abusivas que impiden a ciertos sectores exportar sus productos y a otros obtener una buena recompensa por su esfuerzo y su trabajo. O que cargan de impuestos a unos y nada a otros. O a pensar que los bloqueos, que atentan contra un rosario de derechos de las personas, son recursos legítimos de reclamo. O que el gasto público (léase dinero de los contribuyentes) puede ser usado como le venga en gana al poder político. Vemos todos esos atentados a la libertad, al trabajo y a los derechos individuales como actos de justicia social, no como profundos errores económicos.
No advertimos que nada más peligroso para el desarrollo que las maniobras demagógicas contra la libertad de trabajo y de comercio, nada más nocivo que atemorizar a la inversión irrespetando las leyes o la propiedad privada. Esa cultura de desprecio por los bienes y los derechos de los demás es la causa de nuestro subdesarrollo, la verdadera razón de nuestra miseria material. Y si a lo anterior le agregamos el deseo popular de tomar atajos para alcanzar el cielo del bienestar mediante la técnica de encumbrar en el poder público a populistas de toda laya, la debacle está asegurada.
En el mundo de hoy no se es pobre por fatalidad o por designio de alguna potencia extranjera -esas tonterías no son ciertas- sino por decisión propia; el tiro entonces está en saber cuales son las buenas decisiones y cuáles las malas. Y ahí es donde fallamos terriblemente.
Abogado