CARLOS HERRERA

(XVII fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta") 

Si hay una tara devastadora en los países subdesarrollados, como herencia de las ideas socialistas, es la idea que nuestros pueblos se han formado sobre el asunto de la responsabilidad individual en la construcción de sus vidas y en la de la sociedad misma. Como la teoría socialista concibió como una de sus ideas centrales la necesidad de un Estado angelical capaz de regalarle a la sociedad el sueño de la felicidad y el de la igualdad material -como el de la prosperidad basada en la intervención estatal-, la gente asumió –a resultas de esto- una idea equivocada sobre quién es el verdadero responsable en la construcción de la vida de las personas, de suerte que se instaló, en la cabeza de las personas y de una forma casi imperceptible, la equivocada idea que el Estado debía, ya no sólo darle salud y educación a la sociedad -algo absolutamente razonable y legítimo- sino también asegurarle un trabajo bien remunerado, además de asistencia económica basada en la condición social del individuo, es decir, debía poco menos que darle cosas que más bien (en cualquier sociedad sensata) corresponden a la órbita del esfuerzo personal.

Así, de pronto, lo que en una sociedad moderna es competencia de la propia persona, en las sociedades influidas por las ideas socialistas pasó a serlo del Estado. Entonces, si la sociedad no tenía, por ejemplo, el valor del trabajo para mantenerse a uno mismo, el Estado corregía esto con la obligación de proveerle el sustento diario a través de un empleo cualquiera, o por último mediante un subsidio mensual, porque tal era su función. O si las carreteras tenían un régimen de tasas que no alcanzaba para el costear el mantenimiento de las carreteras, el Estado debía, de todas formas, subsidiar un mantenimiento adecuado.

O si la gente carecía de la cultura de la tributación, el Estado, sin importar cómo y de dónde, debía también darle salud y prosperidad a la gente. Esta absurda forma de razonar terminó, como era lógico, creando un sentido de la responsabilidad individual casi nulo, porque introdujo en la mente de la gente la idea que el Estado es el único responsable en la solución de la pobreza y los problemas sociales correlativos, algo francamente absurdo.
Pero la cosa no terminó ahí.

Ese equívoco monumental originó también uno de los mayores males sociales: transformó al Estado en un interventor caprichoso que pronto quiso legislar y dar órdenes hasta en los asuntos personales (cómo educar a los niños, la moral que debía prevalecer, cuanto podían las personas ganar por su trabajo, etc.) lo que terminó engendrando una burocracia voraz que poco y nada le ha servido a la sociedad en los últimos cincuenta años (que es el tiempo que ya rigen estas ideas en la órbita de los pueblos desinformados) porque más que ayudar en la vida de las personas se convirtió en un vampiro insaciable que despilfarró los recursos económicos en cantidad de proyectos absurdos y carentes de la lógica de la rentabilidad (que es lo que hace sostenibles y útiles los emprendimientos económicos) ahogando por ello mismo la voluntad de trabajo y el impulso creador de la propia sociedad, porque nadie trabaja por puro idealismo social sino más bien para acumular riqueza.

Y en este afán controlador de la vida y la economía de los pueblos, vomitó también tal cantidad de normas y de regulación innecesaria, que terminó poniendo sobre la vida y la libertad de las personas una telaraña asfixiante que impidió el sano desarrollo de las fuerzas productivas en los países que asumieron tales ideas.
Así, liquidada virtualmente la conciencia sobre la propia responsabilidad en la construcción de la sociedad, la gente dejó de pensarse como actor de su propio destino, al mismo tiempo que perdió la capacidad de reflexionar con seriedad sobre la naturaleza de su sociedad y de su Estado, como sobre su propia historia y sobre la historia de los demás pueblos, con lo que colapsó su capacidad de interpretar y ver las cosas como realmente son, así como la de impulsar los cambios necesarios para alcanzar su progreso.

Esto explica en buena medida también por qué nosotros creemos que la lucha política es la solución última, y no el trabajo productivo. Si bien los unos ven la lucha política como un medio de subsistencia, otros, los más cándidos, creen que la toma del Poder comporta la solución a todos los problemas. No advierten que el Estado es nada más que un otro factor de progreso, lo mismo que la actividad privada o que las buenas medidas económicas.
Habiendo perdido entonces la noción cabal de las cosas, estos pueblos cayeron en las garras de aquellos que han hecho de la habladuría y la demagogia -un sector numeroso en los países como el nuestro- su modo de vida.

Sin la noción inteligente sobre cuáles las ideas políticas exitosas en la historia mundial, cuál el camino que se debe adoptar para el crecimiento, el debate entre nosotros degeneró hasta unos extremos de subjetividad y equívoco que, a casi un siglo del despegue de los pueblos adelantados, los nuestros siguen en la infancia económica y productiva.

Importa por eso mucho pensar sobre la propia responsabilidad en la formación de nuestras sociedades, porque es únicamente el trabajo creador de las personas lo que deviene en riqueza y bienestar, ya que el Estado es estéril en la generación de bienes, que es la causa final de la riqueza. Por eso mismo también es responsabilidad nuestra filtrar de la historia lo que es bueno política e ideológicamente. Dejarle toda la responsabilidad del desarrollo y la política a ese ente abstracto que es el Estado, es decir, no vigilarlo, no depurarlo, no sacar de él a los ineptos, no darle las pautas políticas correctas, no pedirle cuentas, no controlar sus actos ni su tamaño, es actuar sin un sentido de la responsabilidad.

El control sobre el Estado no es como se cree algo imposible sino algo perfectamente posible. Y si bien sólo se lo ejercita directamente cada dos o cinco años, según sea el diseño electoral, también se puede hacer mediante la opinión pública, aquella que se difunde por los medios de comunicación. Es ahí cuando los electores y la sociedad tienen la oportunidad de indicar el camino que desean seguir como país, como las políticas que desean adoptar. Pero para que aquello sea eficaz es necesario que los pueblos tengan un mínimo de cultura. Es decir, puedan apreciar lo que la historia de los pueblos adelantados ha dejado como lecciones aprendidas. O lo que es lo mismo, que las libertades, la propiedad privada y la responsabilidad individual son la base de la prosperidad de los pueblos mas desarrollados del mundo.

Por eso también jactarse de no tener colores políticos –como ocurre con frecuencia entre nosotros- es una soberana burrada, porque es por ahí que comienza el control sobre el Estado, esto es, asumiendo con seriedad el tema de la política, en el sentido de opinar y de votar las propuestas con discernimiento y conocimiento, para lo cual es indispensable vivir con un cierto sentido de la responsabilidad.

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