CARLOS HERRERA
Nada es peor para el desarrollo de los pueblos, que aquellas ideas que piensan que la felicidad y el bienestar social proceden de la generosidad del Estado. Es decir, que todo depende de cómo se manejan las arcas del Estado y de quién llega a la magistratura de la Presidencia de la nación.
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Los Estados, no cabe duda, juegan un rol importante en la vida y el progreso de los países, pero son nada más que un eslabón en la cadena de razones que hacen posible tal progreso, y sólo cuando son capaces de tomar las decisiones políticas y económicas que alientan los derechos individuales y la defensa de las libertades individuales, porque cuando caen en manos de aquellos a los que las ideas de libertad y derechos individuales les parecen asuntos de mera retórica, se convierten, no ya en un eslabón de la cadena del progreso, sino en el obstáculo más importante.
Veamos sino el caso cubano o el venezolano. Es claro que allí las ideas de libertad y progreso, en los términos en los que Occidente concibe estos asuntos (derecho a la vida, a acumular riqueza, a pensar diferente, a la protección de las leyes, a una vida segura, a la propiedad privada, a una educación libre y universal, etc.) no tienen oportunidad en esos países. Y por eso es precisamente que los países desarrollados han adoptado los regímenes democráticos como forma de gobierno: para garantizar que las ideas y valores occidentales (preocupados por la dignidad de las personas, como el mejoramiento de la calidad de vida de las mismas) adopten la categoría de conceptos informadores de la vida social.
En otras palabras, porque entienden correctamente que la Democracia es un sistema que solamente quiere darle un marco civilizado a la vida en sociedad, no la propia felicidad, ya que aquella es un asunto de competencia de las personas y de su concepción cultural de las cosas. Y también porque estos países saben bien que la lección de la historia inmediata es la del fracaso de los Estados autoritarios, es decir, de aquellos Estados que se pensaron capaces de interpretar el tipo de felicidad y bienestar que convenía a los pueblos, y que para lograrlo no dudaron en liquidar no sólo las libertades, sino la vida de miles de ciudadanos.
Las ideas de igualación de la sociedad, las que piensan que la igualdad material de las personas es el mayor y más importante objetivo social, esto es, que la felicidad es una e igual para todos, han llevado a los pueblos, según lo enseña la historia, a situaciones de tal monstruosidad y descalabro, que sólo han dejado ruinas por donde han pasado. El experimento soviético de igualación y de felicidad socialista, dejó casi cuarenta millones de muertos en su historia, no hay que olvidar eso.
Pues bien, ni la felicidad ni el bienestar de las personas proceden directamente de la generosidad o los aciertos del Estado. Podría decirse, más bien, que aquello sólo es posible dentro de un sistema que tenga un Estado que apoye a la persona en lo que es esencial: que por ejemplo la proteja de las agresiones externas a su integridad física y a su propiedad; que le permita ser diferente, expresarse y crear con libertad; que le asegure un medio dinámico en el que pueda elegir un trabajo para su sustento; que lo ayude en su formación académica y en mantener su salud; que el dinero que gana con su trabajo conserve su poder adquisitivo por largo tiempo; que en su vejez tenga el amparo necesario para que aquella no se vuelva un infierno, etc.
El camino para la felicidad y el bienestar nacional no pasa entonces por poner en manos del Estado, o de un presidente, semejante responsabilidad; es más bien una tarea social compleja y difícil que pasa por entender que la libertad, el trabajo y la responsabilidad personal, son los verdaderos fundamentos de la sociedad ideal. Por eso también el discurso que promete solución final desde el Estado a los problemas de la pobreza y la exclusión debe ser visto con desconfianza, porque las verdaderas soluciones, esto es, las que son estables y permanentes, sólo pueden construirse sobre el respeto a los derechos básicos de los individuos y sobre la idea de que la prosperidad deviene del trabajo libre, es decir, del trabajo en cooperación con los demás, tal y como lo prescribe el sistema capitalista.
Hay que difundir entonces ampliamente la idea que las sociedades más prósperas y más estables nunca son el fruto exclusivo de la voluntad de un solo hombre o de un Estado, sino que resultan de un acuerdo general sobre unos determinados valores y principios de organización y convivencia. En otras palabras, la felicidad y el bienestar no llegan por regalo de nadie, son la consecuencia lógica de la tolerancia y la racionalidad.
Abogado.