EDUARDO BOWLES
Si todo sale bien, en menos de un mes se conocerán los datos del Censo 2012 y uno de los datos más polémicos está relacionado con el empleo, sobre todo con la calidad, pues durante la encuesta del año pasado las preguntas estaban dirigidas específicamente a constatar la cantidad de las personas que en ese momento estaban ejerciendo alguna labor, sin importar su precariedad.
Obviamente en la parte cuantitativa existe el riesgo del error, pero al momento de evaluar calidad, la realidad es mucho más grave. Según los estándares internacionales, un empleo digno tiene que reunir por lo menos cuatro características: estabilidad, salario justo, seguridad social y posibilidades de promoción, aspectos que reúne menos del 20 por ciento de la población económicamente activa del país, según un estudio de la Unión Nacional de Instituciones para el Trabajo de Acción Social (Unitas).
La mala calidad del trabajo es un aspecto íntimamente ligado a la informalidad, que afecta a casi el 80 por ciento de la economía nacional. Ambos factores han ido deteriorándose al punto que la precariedad del empleo se ha duplicado en la última década. Lo lamentable del caso es que la situación empeora en un momento en el que existe la capacidad financiera para hacer fuertes inversiones en materia productiva, con un enfoque modernizador y dignificante de la mano de obra.
El Estado está llevando adelante una política inadecuada de transferencia de recursos al sector privado y a la población y en su mayor parte lo hace en forma de dádivas o privilegios impositivos, cuando lo que debería hacer es invertir en fomento de la competitividad y de la productividad, aspectos que deben traducirse en el desarrollo económico, crecimiento y por supuesto mejoras en el aspecto social y la calidad del empleo.
Los datos de Unitas coincidente con los publicados por el Centro de Estudios para el Desarrollo Laboral y Agrario (Cedla), según el cual, el Estado también es un empleador que fomenta la precariedad. Según este centro, el sector público absorbe el 10 por ciento de la población ocupada y el 35 por ciento de los puestos son empleos que tienen algún grado de precariedad, ya que sea porque son temporales o porque en su mayoría no gozan de beneficios sociales.
Aunque parezca paradójico, las nuevas reformas introducidas por el Gobierno en materia laboral (que ni siquiera el Estado las cumple) han sido un factor que ha incidido en deteriorar la calidad del trabajo. Al haberse incrementado la rigidez para contratar, para despedir y al incrementarse la cantidad de beneficios, lo único que se ha logrado es golpear a los empresarios formales, muchos de los cuales han tenido que trasladarse al sector informal, proceso en el que se perjudican los tres actores, sobre todo el trabajador.
Un dato que ejemplifica muy bien este fenómeno es la tasa de desempleo de los jóvenes que alcanza el 15 por ciento y la cantidad de desocupados en el ámbito de los profesionales que llega al 25 por ciento. Es obvio que con tantas restricciones, con el aumento de la burocracia, con el Estado presionando de manera criminal a las empresas, la informalidad se convierte en una válvula de escape de los protagonistas de la economía, incluso de los trabajadores que optan por cualquier puesto por una cuestión de supervivencia.
“Supervivencia”, “Precariedad”, qué términos más extraños para un país que se ufana tanto de su soberanía, de su dignidad y de sus millonadas a miles de metros de altura de la verdadera realidad.