Eduardo Bowles

La última intervención armada “exitosa” de Estados Unidos en un país extranjero ocurrió en la diminuta isla caribeña de Granada en octubre de 1983, donde un comando compuesto por siete mil soldados consiguió derrocar a un régimen comunista que había tomado el poder bajo influencia de la dictadura cubana. La operación fue rápida, hubo menos de un centenar de muertos, y lo más importante, no solo se ganó la guerra, sino también se conquistó la paz.

La invasión de Panamá de 1989 fue igual de victoriosa, pero a un costo muy alto, pues las tropas leales a Manuel Noriega resistieron durante varios días la intervención de unos 12 mil efectivos estadounidenses y el resultado fue más de tres mil muertos además de una herida que tomó varios años en sanar.

Todos conocemos la historia de Afganistán, Irak, Siria y otros objetivos que se planteó Estados Unidos en el marco de este rol tutelar planetario que asumió tras el fin de la Segunda Guerra Mundial. El estrepitoso fracaso de las misiones militares ha llevado a la primera potencia del mundo a dejar de lado el uso de la fuerza como primer mecanismo para buscar el restablecimiento del orden en sitios de alta conflictividad y amenaza, hecho que se ha puesto en tela de juicio frente a la crisis de Venezuela, donde algunos piden a gritos la llegada de los halcones y las águilas del norte.

En las antiguas circunstancias, es decir, en el “viejo orden” (que no lo es tanto, porque el nuevo régimen empezó cuando Estados Unidos frenó un ataque unilateral a Siria debido a la fuerte presión rusa), los norteamericanos ya hubieran tomado las riendas de la situación venezolana con su gigantesco aparato militar y seguramente, con el consentimiento (ya sea explícito o no) de gran parte de la comunidad internacional.

Hoy el “nuevo orden” les manda hacer un estricto balance del costo en vidas humanas y las consecuencias políticas internas y externas que le ocasionaría semejante aventura. Además de ello, Estados Unidos recurre a las naciones del mundo, a los organismos multilaterales y a sus aliados para hacer causa común en este aislamiento al que están sometiendo al dictador Nicolás Maduro.

Pocas veces se ha visto en las últimas décadas un auge tan grande del multilateralismo, con instancias como la OEA, la CIDH, el Grupo de Lima, el Parlamento Europeo y otras agrupaciones de mandatarios, congresistas y naciones influyentes del mundo, actuar con tanta determinación para conseguir que el usurpador del poder en Caracas acceda a una salida pacífica.

De pronto surge la confianza en que surtirán efecto las presiones que ejercen estos organismos, no solo sobre Venezuela, sino también sobre Nicaragua y Bolivia, las otras dos naciones que vulneran abiertamente los principios democráticos y se encaminan hacia la dictadura.

Precisamente la máxima instancia de los derechos humanos en el continente americano, la CIDH, está sesionando en nuestro país. Su accionar será determinante para demostrar que este nuevo orden sí funciona y que la violencia se puede evitar.

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Fuente: eldia.com.bo

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