FERNANDO MOLINA

A fines de los años 90, los pequeños mineros bolivianos debían recibir un soporte especial del Gobierno, y las compañías grandes, subsidios impositivos. Una década después, la espectacular alza de los precios de los minerales ha causado importantes trastornos económicos y sociales, volviendo esta actividad la manzana de la discordia.

Los 60.000 mineros informales de los 90 son ahora más del doble y su número se incrementa sistemáticamente por el enrolamiento de campesinos, que también ambicionan los salarios de miles de dólares que reciben los más afortunados gambusinos.

Este grupo posee muchas concesiones en todo el país, que explota en condiciones subhumanas, y produce el 35% de las exportaciones nacionales. En la parte superior se ha formado una capa de empresarios que acumulan capitales y explotan a los novatos. El objetivo de este nuevo segmento privilegiado es arrancar más permisos de explotación al Gobierno, mantener sus privilegios impositivos (sólo pagan regalías, no impuestos), así como la posibilidad que tienen de ignorar las leyes laborales, ambientales, etc. Hacen una minería depredadora, pero que en algunos casos es la única vía de subsistencia y, en otros, de movilidad social para los habitantes de zonas desérticas, apartadas de las ciudades, carentes de transporte y servicios básicos.

A pesar de los agoreros, los yacimientos bolivianos no terminan de acabarse, pero los sitios que es posible explotar no son demasiados ni muy ricos, así que los distintos grupos de mineros informales chocan por ellos contra las empresas extractivas formales, e incluso entre sí, en conflictos que a veces resultan muy violentos. Apenas llegado Evo Morales al poder, uno de estos conflictos, el de la mina estañífera Huanuni (probablemente “Escarmiento”), obligó al Gobierno a nacionalizar esta explotación y convertir a los cuentapropistas mineros del lugar en trabajadores asalariados de la estatal Comibol.

El retorno del Estado a la que fuera su actividad principal entre los años 50 y 80 del siglo pasado, y los altos beneficios que comenzó a proporcionar a sus empleados, no sólo de Huanuni, sino también de la también nacionalizada fundidora Vinto (probablemente “Trocha”), ejercieron un poderos efecto de demostración. Hoy la aspiración de cada joven del occidente es ser contratado por Comibol o, lo que resulta más realista, lograr que Comibol nacionalice la mina privada en la que ya trabaja, para mejorar sus condiciones de remuneración y seguridad social.

Existen así dos posibles vías de ascenso social, que generan dos distintos grupos de interés, los “cooperativistas” y los “asalariados”. Estos grupos actúan en conjunto en contra de las transnacionales, como ocurrió hace meses en la mina Colquiri (probablemente “Lugar de plata”), que estaba en manos de la suiza Glencore y que, por presión general, pasó a manos de Comibol. Sin embargo, poco después de la nacionalización de Colquiri emergieron las diferencias entre ellos, pues cada una de las facciones quiere una porción mayor de la riqueza geológica. En este momento la mina se encuentra paralizada por este conflicto, que podría degenerar en enfrentamientos directos.

Y así como en Colquiri, en muchos otros sitios: cooperativistas contra asalariados, cooperativistas pobres contra cooperativistas ricos, cooperativistas de tal etnia contra los que aquella otra, trabajadores contra campesinos, movimientos sociales contra empresas extranjeras. La industria minera boliviana parece un laboratorio en el que se encierra a un grupo de personas, se las somete a privaciones y se observa, luego, como actúan cuando se encuentran ante un pedazo de pan.

En estas situaciones extremas la única solución reside en la intervención de una autoridad. Pero el Gobierno boliviano no tiene la claridad ideológica ni los recursos para poner orden. Por razones obvias, lo que quisiera sería estatizarlo todo, pero con ello se haría de una carga laboral que sería imposible de sostener en el momento en que los precios de los minerales caigan. Además, los cooperativistas más establecidos no quieren ni oír hablar de ello (y tienen la fuerza política para defenderse).

En un grado menor, el Gobierno también quisiera defender los derechos de empresas y de cooperativas mineras antiguas en contra de los avasallamientos de los oportunistas. Pero lo hace sin convicción, como ocurrió hace poco en Mallku Khota (“Laguna del Cóndor”), una concesión de la canadiense South American Silver en la que esta empresa encontró un gran yacimiento de plata e indio. Enterados de ello, los campesinos del lugar y aventureros de las ciudades cercanas tomaron la mina y exigieron la expulsión de la empresa que había hecho el descubrimiento, lo que, como puede suponerse, rompe el código de confianza sobre el que está basado esta industria.

La demanda fue fruto de la demagogia y la desesperación, ya que este yacimiento requiere ser explotado a “cielo abierto”, es decir, de unas inversiones que ni el Estado, y mucho menos los campesinos aspirantes a mineros, pueden hacer.

Pese a ello, sea por ideología o por cálculo político, Morales nacionalizó Mallku Khota a un costo todavía no determinado. Queda descontado que para poder explotarla tendrá que recurrir a alguna otra transnacional, lo que generará otra vez el mismo conflicto con los lugareños.

El mensaje del Gobierno, entonces, en todos los casos, es el mismo: no actuará en nombre de la ley, sino de las conveniencias y los prejuicios políticos. Incluso puede llegar a inflar la plantilla de Comibol de una manera que tendrá consecuencias gravísimas en el futuro, pasando por alto que ésta fue la causa directa de la quiebra del Estado y de la hiperinflación de los años 80.

Los empresarios tomaron nota del mensaje, claro. También las masas de desharrapados. A este paso lo único que podría arreglar este lío sería una caída de los precios internacionales, aunque sería también, como es obvio, una solución por el desastre.

Tomado de paginasiete.bo

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