FERNANDO MOLINA 

Los pueblos que detestan las instituciones aman a los líderes providenciales, y viceversa. Instituciones y caudillos son dos cosas incompatibles entre sí, lo que quiere decir que cuando una avanza la otra recula, como si se quitaran mutuamente el aire.

Las instituciones son instrumentales, repetitivas, rutinarias incluso, y por eso previsibles; actúan normalmente, no sin algún error, por experiencia: a cada problema le dan la solución que ya funcionó en el pasado. Son maquinarias que degluten a individuos. Los caudillos son geniales (es decir, siguen a su genio allí donde éste quiera llevarlos), irracionales (apelan a fuerzas extranaturales y a la emoción), impredecibles por tanto, y suelen actuar, no sin algún acierto, por empatía: a cada problema le dan la solución que les garantice, sea por amor o por temor, el asentimiento de los demás. Son individuos que degluten a individuos.

El carácter regular y racional de las instituciones hace que éstas sean más adecuadas para el desarrollo económico. Para algunos, incluso, son la clave de éste. El carisma de los caudillos los hace adecuados al subdesarrollo económico, que se hace más llevadero cuando es posible confiar en que la Providencia cambiará las cosas por medio de “uno” que ha elegido y que, por esta razón, no debe someterse a las constricciones de la realidad, frente a las que todos los intentos previos de reforma han fracasado. Alguien, por decirlo así, con un “toque mágico”. Los caudillos son útiles porque su popularidad puede garantizar el orden en sociedades que, de otro modo, dada su crónica carencia de instituciones, estarían amenazadas por la anarquía.

Las instituciones son difíciles de construir, requieren de aburridos años de hacer siempre lo mismo, y un río de personas que, a lo largo del tiempo, estén dispuestas a no destacar demasiado con respecto a sus predecesores. Por eso hay ciertos pueblos que tienen, culturalmente hablando, más habilidad para constituirlas. Los líderes providenciales no aparecen cada rato, pero cuando surgen sólo requieren de algo para “funcionar”: que se confíe en ellos y se los exalte continuamente. Otros pueblos tienen más facilidad para ello.

El cultivo de las instituciones requiere un enorme esfuerzo educativo, generaciones que inhiban la gratificación presente por la seguridad futura, sociedades en las que las normas y los derechos sean más importantes que las relaciones personales (sociedades no tradicionales, por tanto). Requiere un acuerdo general destinado a disminuir el poder político, repartiéndolo entre distintos cuerpos (las instituciones), que a su vez lo reparten dentro de ellas entre sus distintos estamentos (la burocracia). Requiere, finalmente, de ideologías proclives a la disminución del poder.

Las instituciones se cultivan, las personalidades se benefician de un culto. Se llama el “culto a la personalidad” e históricamente comienza con la ciega confianza que los pueblos más antiguos sentían por los chamanes y brujos que vivían entre ellos, a los que creían en comunicación directa con los dioses. Este culto era cuidadosamente alimentado por quienes se beneficiaban de él y fingían -con diversos trucos ya bien estudiados por los antropólogos- que eran capaces de convocar la lluvia o curar a determinados enfermos. El culto a la personalidad no ha perdido éste su original carácter religioso, lo conserva hasta nuestros días: suponer que un hombre es perfecto implica, como se vio con los casos de Hitler, Mao, Stalin, etcétera, dotarlo de una condición sobrenatural, que corresponde bien con lo que él promete y los demás esperan que les dé: una forma de atraer la lluvia, o, al menos, de hacer más convincente la esperanza de que lloverá.

Si el poder del caudillo está basado en la confianza, es lógicamente incompatible con cualquier duda. El caudillo es el dogma y requiere un adecuado ceremonial, que fortalezca la fe en él. Aquellos que recuerdan su falibilidad se convierten en herejes merecedores de un castigo (real o simbólico). El caudillismo necesita y se reproduce gracias al culto a la personalidad.

El ceremonial echa mano de varias disciplinas: la hagiografía o descripción de la vida y obra del caudillo como si se tratara de un héroe o un santo; la toponimia, que se dedica a nominar los accidentes naturales, las ciudades y las obras monumentales de ingeniería con el nombre del caudillo; las efemérides, que permiten festejar cada aniversario de su vida como si fuera un suceso astronómico; la retórica, que se especializa en el ditirambo y la alabanza de sus virtudes.

La institucionalidad y la institucionalización de un país se combaten con el culto a la personalidad, puesto que éste entrega a alguien el derecho a elevarse por encima de las normas, las responsabilidades y las formas de vida ordinarias. A la vez, el caudillismo se combate con el cultivo de las instituciones, que cumplen el mismo papel que el funcionario romano que, situado detrás de los Césares, debía repetirles periódicamente, mientras el pueblo los adulaba: “Recuerda que eres mortal”.

Ninguna sociedad real está completamente en uno de los extremos, sino en algún punto intermedio entre éstos. Por tanto, hay una lucha en ella: caudillos versus instituciones. Los que aman el poder se decantan por los caudillos. Los que amamos la libertad preferimos las instituciones.

Fernando Molina es escritor y periodista.

Tomado de paginasiete.bo

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