FERNANDO MOLINA
Desde siempre, una de las aspiraciones humanas ha sido la aspiración a vivir del Estado. En otras palabras, a apropiarse de la riqueza que pertenece a todos. Paradójicamente, los mecanismos que lo hacen posible suelen pensarse como estructuras de socialización, de colectivización de los beneficios; así, se considera que los regímenes más progresistas, menos individualistas, son los que abren más vías de acceso a los fondos estatales. Desde otra perspectiva, sin embargo, es posible ver estos mecanismos como instrumentos de privatización de lo que originariamente era público.
El más extendido de dichos mecanismos es la creación de burocracias enormes, inamovibles y sobre-pagadas para manejar los servicios estatales. Hoy estas burocracias constituyen una carga formidable para las economías del primer mundo. Pertenecer a ellas permite a una cantidad enorme de individuos “enchufarse” a los presupuestos que financian los impuestos de la gente, y laborar bajo normas tan proteccionistas que convierten sus salarios en verdaderas “rentas”, como las que en el pasado tenían derecho a recibir los estamentos aristocráticos. El símil no es exagerado: los cargos burocráticos son eventualmente “hereditarios”, pues los hijos de antiguos funcionarios gozan de facilidades para enchufarse en el mismo enchufe que sus padres.
En Bolivia también aspiramos a vivir del Estado, claro. Por motivos obvios, nuestra burocracia no es el remanso de estabilidad que sí es en otros lados, pero, aún así, entrar en ella equivale a sacarse la lotería: el trabajo es poco y errático (por tanto, imposible de evaluar), mientras que los salarios son relativamente buenos y puntuales. Laborar en el Estado no es trabajo, sino “pega”. Es decir, renta.
El deseo desbordado, frenético, de “pegas” fue diagnosticado ya en el siglo XIX por nuestros intelectuales, que le pusieron el nombre de “empleomanía”, grave enfermedad de la que nunca nos hemos recuperado.
Parte de la popularidad de Evo Morales se debe a su oferta de satisfacer la manía boliviana de vivir del Estado. Para eso, claro, hay que “dejar atrás al Estado mendigo”, como siempre dice el Presidente, hacerlo crecer, con todas sus respectivas burocracias. Primero que nada, devolverle al Estado la posesión de empresas productivas y por tanto la posibilidad de conceder unos empleos que se cotizan en oro porque están cerca del dinero y lejos de las turbulencias políticas. Empresas de cartón (en sentido literal y figurado), de jugos, de leche, de servicios petroleros, etc., sin importar si funcionan o no, resultan sin duda excelentes “enchufes”. ¡Qué viva el estatismo, entonces!
En segundo lugar, ampliar el Estado significa extender y multiplicar las instancias gubernamentales, como ya comenzamos a hacer de una forma peligrosa y absurda: en los comicios de abril se elegirán miles de autoridades locales, regionales y departamentales, muchas de ellas para cargos que no existían antes. Desde abril, como resultado de la nueva Constitución, sobre algunos territorios tendrán jurisdicción hasta tres órganos normativos: los concejos municipales, las asambleas regionales y las asambleas departamentales. Y, por supuesto, una cantidad enorme de autoridades ejecutivas. Todos ellos con sus burocracias de políticos, asesores, contables, secretarios…
¿Trabajarán en los nuevos puestos creados por el Estado los indígenas y los pobres? Ciertamente, no. Lo harán los miembros más afortunados del ejército de empleomaniáticos que producen nuestras universidades. Sólo que, con gran astucia, éstos sabrán presentar su propia buena suerte como un hito histórico en la emancipación de los pueblos.
Tomado de paginasiete.com.bo