HENRY OPORTO

El proyecto de Ley de Promoción de Inversiones encierra una contradicción insólita. Por un lado, señala que el Estado reconoce, respeta y protege la iniciativa empresarial, para luego afirmar que las inversiones que se realicen bajo las regulaciones de esta ley “no serán nacionalizadas”. No obstante, a reglón seguido, el proyecto dice: “únicamente procederá la nacionalización por razones de interés público o cuando se comprometa la soberanía nacional…”.

Y a continuación se enuncian los términos bajo los cuales procede la nacionalización:
• El Estado reconocerá un pago justo y oportuno por la inversión realizada, tomando en cuenta los estados financieros auditados y presentados ante la administración tributaria.
• El pago justo descontará pasivos referidos a temas financieros, tributarios, laborales, comerciales, sociales, así como tasas regulatorias y pasivos ambientales.
• El pago se realizará en el país en moneda nacional, garantizándose su libre convertibilidad y transferencia al extranjero.

• Las partes acordarán la indemnización en el plazo de seis meses; si no hubiera acuerdo, la solución pasará a la vía arbitral, conforme a la Ley de Conciliación y Arbitraje.

O sea, la ley niega lo que antes afirma. La nacionalización sí procede, aunque se diga que las inversiones no serán nacionalizadas.

El Gobierno no renuncia a la política de nacionalización y estatización de empresas y, por lo tanto, no concede aquello que el sector privado demanda -y también los gobiernos de otros países-: una norma que provea garantías creíbles y razonables a la inversión privada nacional y extranjera.

Evo Morales ha sido tajante: “la nacionalización está garantizada en Bolivia”, despejando cualquier duda al respecto.
De modo que si las empresas creían poder exorcizar con esta ley el fantasma que más les atormenta -ser nacionalizadas-, pueden ya abandonar toda ilusión. Esperar que esta ley reactive el proceso de inversión es una expectativa vana.
Más que promover la inversión, lo que esta ley hace es regular el proceso de nacionalizaciones -quizás haya quien piense que de esta forma se otorga seguridad jurídica-.

Todo lo demás del proyecto legislativo no pasa de ser retórica. Así, carece de sentido ofrecer incentivos a la inversión si al capital y a las empresas se les niega lo que es más imperativo para desenvolverse sobre bases sólidas: certidumbre y estabilidad de reglas respeto a los contratos firmados con el sector público, un mecanismo confiable de resolución de controversias.
Mucho menos cuando el otorgamiento de incentivos depende de un decreto o una resolución ministerial; es decir, de la decisión discrecional de los gobernantes de turno -tal vez previa negociación con cada interesado-.

Los procedimientos fijados en la ley para la aprobación de incentivos, la selección de “inversiones preferentes”, la “orientación” de las inversiones, tienen el cuidado de reservarle al Poder Ejecutivo la decisión de cómo tratar con los inversionistas.
Esto explica que el tema crítico de la resolución de conflictos y controversias se derive a una futura Ley de Conciliación y Arbitraje que, seguramente, pondrá en manos de representantes del Gobierno el manejo del proceso de arbitraje.

En la proyectada Ley de Inversiones, la nacionalización es una forma encubierta de expropiación, pero sin que se cumpla el procedimiento constitucional para la expropiación (artículo 57 de la CPE), que es la calificación, mediante ley y previa indemnización, de la causa de necesidad o utilidad pública que justifique una determinada expropiación.
Es más, esta ley estaría dándole al Ejecutivo la facultad de nacionalizar mediante decreto, tal cual se ha venido haciendo hasta ahora, sin resguardo de las garantías constitucionales al derecho propietario.

*Sociólogo

Tomado de eju.tv

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