HENRY OPORTO
La caída de casi el 30% en el valor de nuestras exportaciones, al primer trimestre de 2015, es un indicador de que el impacto de la reducción de los precios de los commodities y la desaceleración económica ha llegado a Bolivia.
Nuestra economía no está blindada, como ingenuamente alguien lo creyera. Lo muestra también la decisión de quitar el subsidio a la importación de harina y el súbito afán de aplicar impuestos a sectores que no tributan. Medidas tímidas, pero que ya insinúan lo que al cabo tal vez sea inevitable: ajustar las cuentas y sincerar la economía.
No es posible torcer la realidad con los deseos o simple voluntarismo. Después de ocho años de superávit, el balance fiscal en 2014 arroja un déficit fiscal de 3,4%. Y es muy probable que en este 2015 el déficit sea incluso superior.
Así y todo, el gobierno apuesta a la inversión pública y el mayor gasto fiscal, para mantener el ritmo de crecimiento. Este año, el aumento de la inversión pública (que ya representa un 20% del PIB) es posible por la acumulación de saldos en caja y bancos y sobre todo de las gobernaciones y municipalidades, y también por la expansión de los créditos del Banco Central a entidades públicas e incluso a empresas deficitarias. La pregunta que debemos hacernos es por la sostenibilidad de esta política expansiva del gasto fiscal, sabiendo además cuánto se malgasta, se despilfarra y se usa ineficientemente. ¿Pero será posible seguir financiando programas de igual magnitud, sin provocar desequilibrios fiscales, contracción de las reservas internacionales, presiones sobre el tipo de cambio y sobre los precios y otros desajustes que redunden en inestabilidad económica?
Entretanto otros gobiernos ponen toda su atención en políticas de ajuste, en medidas preventivas y planes de reactivación, el nuestro sigue manejándose en muchos aspectos con piloto automático. Si está preocupado, se cuida de no demostrarlo; su comportamiento continúa siendo errático e impredecible. Sin embargo, los problemas no se pueden eludir indefinidamente y el costo de no actuar con oportunidad puede ser considerable.
El ejemplo contrafactual es el vecino Perú, que en el pasado diciembre ha promulgado una "ley que promueve la reactivación económica”. El corazón de esta ley es la disminución de impuestos a las empresas y a la actividad económica. Con ello se busca atraer más inversión a la economía peruana y compensar la caída de ingresos. Esta norma, en efecto, reduce el impuesto a la renta de las empresas –equivalente al impuesto a las utilidades (IUE) en Bolivia- desde el 30% en 2014 hasta el 26% en 2019, a la vez que incrementa, también gradualmente, la retención sobre el pago de dividendos y otras formas de distribución de utilidades, elevando las tasas desde el 4,1% en 2014 hasta el 9,3% en 2019. Una combinación inteligente de menos impuesto a las utilidades y más impuesto al pago de dividendos, con lo cual se incentiva a reinvertir las utilidades. Chile aplica una política similar desde hace siete años.
Los resultados de esa clase de medidas tributarias, de fomento a la inversión, son evidentes. Así, la cartera de inversión minera en Perú, en 2014, llegaba a 61.500 millones de dólares, la segunda más grande en América Latina, después de Chile; una inversión millonaria con la que ese país persigue, entre otras metas, duplicar su producción de cobre hacia fines de 2016.
Compárese estos logros con la sequía de inversión en la minería boliviana y el estancamiento de la producción minera, lastrada por la falta de un régimen tributario competitivo. En una coyuntura de precios internacionales a la baja, y cuando más intensa es la competencia por atraer capital extranjero, la legislación peruana aplica impuestos muy ventajosos para captar inversiones.
En contraste, y tal como lo mostré en otro de mis artículos, Bolivia ocupa el último lugar en régimen impositivo, en el ranking mundial de minería, elaborado por el Instituto Frazer de Canadá.
Vale la pena recordar que, apenas elegido, el presidente Ollanta Humala se decidió por aplicar una regalía minera calculada sobre utilidades, en lugar de la regalía ciega sobre ventas brutas –que también se aplica en Bolivia-. Desde entonces, las empresas en el Perú, lo mismo que en Chile y México, pagan regalías cuando tienen utilidades. En Bolivia, en cambio, las empresas deben pagar la regalía minera sin importar si sus operaciones arrojan utilidades o pérdidas. ¿Nos atreveremos a cambiar este sistema que frena las inversiones mineras?
Tomado de paginasiete.bo