HENRY OPORTO
¿Hay cuestiones más profundas detrás de los últimos sucesos o todo se reduce a un desborde irracional de los cooperativistas, espoleados por las muertes violentas de sus compañeros y aguijoneados por la angurria y egoísmo de sus dirigentes? Dado el inesperado desenlace, ¿el país está a salvo de episodios tan graves como los vividos? ¿Cuán hondo puede ser el quiebre de la alianza del Gobierno del MAS con el sector cooperativo?
Gobernabilidad en entredicho
Hay que recordar que el MAS ha configurado un régimen político sustentado en el compromiso militante de los movimientos sociales con el "proceso de cambio” y su participación directa en el aparato de Estado; un cogobierno de facto, en virtud del cual el MAS ha repartido entre ellos cuotas de poder en el Ejecutivo y el Legislativo, en empresas estatales y otras entidades públicas, incluso en los órganos judiciales. Las cooperativas mineras, como parte de este esquema corporativo, tienen su propia cuota de poder, que incluye altos cargos en el Ministerio de Minería, en Comibol y otros organismos del sector, aunque tal vez puedan perderlas ahora.
Lo peculiar de este tipo de régimen es un constante forcejeo y demostraciones de fuerza entre los sectores sociales, en el afán de ganar posiciones que les otorguen beneficios para el propio sector y sus dirigentes. Lo cual deja un escaso margen de autonomía y decisión a los ministros y en general a un gobierno asediado e impotente. Los grupos corporativos ejercen niveles de autoridad, pero también se atribuyen un derecho a veto sobre las decisiones gubernamentales, recurriendo a la presión y la acción directa.
Es la lógica de la fuerza la que impera: se impone y prevalece la facción que más puede poner contra las cuerdas al Gobierno. Y cuando la negociación no funciona, estallan los conflictos, a veces sangrientos, como los que hemos visto una y otra vez entre cooperativistas y asalariados, disputando áreas mineras. La relación del régimen con otros de sus aliados (cocaleros, campesinos, indígenas, transportistas, gremialistas, etc.), cuyos intereses no siempre se pueden conciliar a las buenas, transcurre bajo parámetros similares.
Esta forma de gobernabilidad fue posible en un contexto de bonanza económica y aumento exorbitante de las rentas de recursos naturales, primordialmente del gas. Si ello avivaba las luchas rentistas, también creaba un colchón para amortiguar las demandas sectoriales. El Gobierno, por su parte, podía disponer de mucho dinero para asegurar lealtades y sostener una densa red de clientelismo político. El problema ahora es que al derrumbarse los precios internacionales, la renta se encoge, ya no alcanza para continuar con un reparto tan generoso, aumentan las obligaciones y toman vuelo las demandas y presiones sociales.
La debacle de la minería
El sector más afectado es la minería. La reversión de los precios de los últimos dos años ha contraído el volumen de operaciones y los ingresos de exportación, salvo de la minería del oro que mantiene cierta prosperidad, pero más por el contrabando de oro que ingresa al país y que luego se reexporta. Todos los sectores resienten esta crisis, pero mucho más la minería cooperativizada, el eslabón más vulnerable y con menos posibilidades de resistencia -que no sea mediante la presión política-, lo que se traduce en cierre de operaciones y abandono de la actividad minera en varios distritos y localidades.
Una primera manifestación en gran escala de esta crisis social se vivió el pasado año cuando miles de cooperativistas potosinos irrumpieron en las calles de La Paz, por varias semanas, acompañando y sosteniendo las reivindicaciones del movimiento cívico de Potosí. El costo político y electoral para el Gobierno fue enorme.
En el pliego petitorio de Fencomin se advierten los apremios por los que pasa este sector. Sus demandas de nuevas áreas mineras, aprobación de contratos entre Comibol y cooperativas, un fondo en fideicomiso para la metalúrgica Vinto destinado al pago por entregas de mineral, más recursos para créditos a cooperativas, flexibilización de normas ambientales, rechazo a la sindicalización, se explican en ese contexto. Sobre todo el llamativo pedido de modificar la ley de minería, a fin de que puedan asociarse con privados para la explotación de yacimientos bajo su posesión. Se reconoce así que las cooperativas (sin capital ni tecnología) no pueden llevar a cabo esta explotación y que su única salida es asociarse con empresas privadas. Esto lo sabían desde mucho antes, sólo que en su día (como ahora) no pudieron vencer la oposición de los sindicatos mineros, arrobados por las posturas ideológicas de una facción del Gobierno.
No hay pues ningún fondo de irracionalidad en la protesta de las cooperativas, tal como se ha querido mostrar, salvo por los violentos métodos esgrimidos. El conflicto actual tiene como factor subyacente el fracaso del modelo de minería estatizada y cooperativizada, implantado en la última década. Ahí están los resultados: Comibol que languidece, Huanuni que acumula pérdidas, la empresa Colquiri se sostiene precariamente, Vinto sin liquidez para pagar a sus proveedores de minerales. Es lo que queda de la minería estatal y a costa de subsidios masivos, que también es lo que pretenden las cooperativas; mayormente desvalidas, informales y depredadoras.
Si uno se pone en los zapatos del Ministro de Economía y Finanzas tal vez se pueda entender la dureza con que el Gobierno ha respondido esta vez al petitorio de Fencomin. ¿Reacción preventiva ante una posible oleada de demandas en el sector minero?
Un estado de anomia
A un régimen que en muchos aspectos es la negación del Estado de Derecho, tiene que resultarle extremamente difícil someter la rebeldía de los movimientos sociales. El desafío del cooperativismo minero a la autoridad del Estado, atribuyéndose el control de un territorio, practicar secuestros, canjear "prisioneros” y otras aberraciones (que también las hemos visto por otros sectores movilizados), lo mismo que la represión policial con brutalidad y asesinatos que nunca se investigan ni sancionan, son síntomas de un clima social y político más próximo a un estado de anomia que a un orden de legalidad y convivencia civilizada.
El problema crítico es que no se trata únicamente de un patrón de protesta social. A menudo es el mismo régimen que actúa por encima de la ley, atropella derechos, invade y somete a otros poderes, vulnera la Constitución y socaba las instituciones. En realidad, la ley y la Constitución tienen un valor apenas relativo: si me conviene cumplo y las aplico, de lo contrario piso y paso. De este modo, todo se pone en entredicho, no hay principio de ley que valga, es el reino de la incertidumbre. Esto es lo grave de no tener un Estado democrático de Derecho: quedamos a merced del abuso, las decisiones atrabiliarias, los comportamientos violentos (de gobernantes y gobernados), sin espacio para la vigencia de los derechos humanos y, a veces, ni siquiera para el respeto a la vida. Más todavía cuando la justicia es sólo un brazo del poder político. Por eso estamos en este atolladero.
He ahí las distintas caras de problemas que muchos no quieren ver. La gobernabilidad basada en un sistema clientelista de reparto masivo de rentas, ha sido socavada por el fin de la bonanza. El gobierno de los movimientos sociales se resquebraja. El colapso de la minería es un caldo de cultivo de la protesta social en las regiones mineras. El conflicto de autoridad, legalidad y legitimidad que se ha instalado en la sociedad amenaza con llevarnos al caos y la inestabilidad y con el riesgo de una deriva autoritaria y represiva.
Tomado de paginasiete.bo