Manuel Llamas
La decisión de Donald Trump de abandonar el Acuerdo climático de París tiene mucho más de racional de lo que sus opositores políticos quieren hacer ver. Lo firmado en la capital francesa no obliga a nada a los países adscritos, pero supondrá unos gastos desmedidos.
El anunciado abandono del Acuerdo de París por parte de Estados Unidos ha levantado una inmensa polvareda política a nivel internacional cargada de duras críticas contra el Gobierno que preside Donald Trump, hasta el punto de responsabilizarlo del catastrófico final que le depara a la Tierra por incumplir las urgentes reducciones de CO2 que requiere el planeta para evitar el tan temido calentamiento global. Sin embargo, Trump, a diferencia de otras materias, tiene toda la razón en este ámbito. Ni el supuesto consenso científico acerca del origen antropogénico de las emisiones de gases de efecto invernadero es tal ni el famoso Acuerdo de París es una solución factible, en caso de que, efectivamente, los agoreros del clima tuvieran razón.
Las reacciones a la decisión de Trump no se hicieron esperar. El multimillonario activista climático Tom Steyer tildó de “traicionero acto de guerra” contra el pueblo americano la retirada de Estados Unidos del Acuerdo de París, el cineasta Michael Moore lo calificó de “crimen contra la humanidad”, el exvicepresidente estadounidense Al Gore, convertido desde hace años en uno de los grandes promotores de la lucha contra el calentamiento, tachó esta decisión de “temeraria e indefendible”, en línea con las duras críticas que también lanzó Barack Obama o la inmensa mayoría de líderes internacionales, especialmente europeos, entre otras muchas figuras mediáticas y políticas. Pero, ¿es realmente tan grave como lo pintan?
En primer lugar, conviene recordar que no es la primera vez ni será la última que se realizan predicciones apocalípticas acerca del clima, la contaminación, el agotamiento de los recursos naturales o la superpoblación, sin que tales fatales designios hayan llegado a materializarse. El 22 de abril de 1970, con ocasión de la celebración del primer Día Mundial de la Tierra, se lanzaron una serie de pronósticos, a cada cual más terrorífico, sobre el negro futuro de la humanidad por culpa de nuestra irresponsable actividad frente a la naturaleza: “La civilización terminará dentro de 15 o 30 años si no se toman medidas inmediatas”; “si continúan las tendencias actuales, el mundo será unos cuatro grados más frío que la actual temperatura media global en 1990 y once grados más frío en el año 2000. Esto llevará a una edad de hielo”; “la tasa de mortalidad se incrementará hasta que unos 100-200 millones de personas mueran de hambre cada año durante los próximos diez años”; “en una década, la población urbana tendrá que usar máscaras de gas para soportar la contaminación del aire, y para 1985, se reducirá a la mitad la cantidad de luz solar que llegará a la Tierra”; “para el año 2000, vamos a recurrir tanto al petróleo que se agotará”.
Hoy, por el contrario, no se habla de enfriamiento, sino de calentamiento; la población mundial, en lugar de reducirse, ha aumentado en casi 4.000 millones de personas desde 1970; el hambre, al igual que la pobreza, está en vías de extinción y el fin del petróleo está muy lejos de producirse. Y algo similar sucede con el actual cambio climático, ya que la atmósfera de la Tierra no se calienta desde hace 20 años, el nivel del mar se mantiene estable, los polos no se derriten y el número de huracanes y graves sequías no ha experimentado variaciones sustanciales con respecto a décadas atrás, entre otras predicciones fallidas.
Pero la clave del asunto es que, incluso dando por buenas las últimas previsiones del Panel Intergubernamental para el Cambio Climático de la ONU (IPCC), el Acuerdo de París no serviría para nada. En primer lugar, porque no es un tratado internacional al uso, sino una mera declaración de buenas intenciones. París no es vinculante, de ahí que la inmensa mayoría de países se sumara a la firma. Cada Estado presentó su particular y arbitrario plan para reducir, en mayor o menor medida, el volumen de emisiones, pero, en caso de incumplimiento, no existe ningún mecanismo sancionador, de modo que, en la práctica, no dejan de ser promesas.
En segundo término, porque, aun en el hipotético e improbable caso de que todos los países firmantes cumplieran sus compromisos, el efecto sería ridículo. La aplicación de todas las medidas anunciadas hasta 2030 lograría una reducción de la temperatura media global de apenas 0,05 grados centígrados, frente a las estimaciones del IPCC, y, de hecho, su prolongación durante otros 70 años se traduciría en un descenso total de 0,17 grados para 2100, según las estimaciones de Bjorn Lomborg, presidente del think tank Copenhagen Consensus Center y autor de El ecologista escéptico. No es el único. Los científicos del prestigioso MIT alcanzan un resultado muy parecido, de modo que la temperatura global pasaría de subir 3,9 grados, respecto a la era preindustrial sin París, a 3,7 grados con París. No en vano, según el propio IPCC, este acuerdo tan solo lograría reducir las emisiones en unos 56.000 millones de toneladas para 2030, mientras que limitar el incremento de la temperatura global a 2 grados centígrados requeriría eliminar unos 6 billones de toneladas de CO2 durante el presente siglo.
Y todo ello a un coste que podría oscilar entre 1 y 2 billones de dólares al año en políticas fiscales sobre el CO2 e ineficientes subsidios a las energías renovables, con lo que la factura total superaría, como mínimo, los 100 billones de dólares a lo largo del siglo. Así pues, el Acuerdo de París no solo no solventaría nada, sino que sería increíblemente costoso. En el caso concreto de Estados Unidos, según los cálculos de la Administración Trump, el cumplimiento de dicho acuerdo se traduciría en la pérdida de 2,7 millones de empleos para 2025, una sustancial reducción de la potente industria estadounidense y un coste de unos 3 billones de dólares en términos de PIB. En definitiva, un pésimo negocio para tan magros e inciertos resultados.
Esto no significa que no se pueda hacer nada. El nivel de emisiones por energía producida en los países desarrollados no ha dejado de caer en las últimas décadas, antes y después de la firma del Protocolo de Kyoto, gracias, básicamente, a la eficiencia energética y el desarrollo tecnológico, sin necesidad de encarecer artificialmente ciertos recursos o subsidiar a energías que todavía son inmaduras. Trump ha hecho muy bien en sacar a Estados Unidos del Acuerdo de París. Los europeos, por el contrario, pagaremos las consecuencias de nuestros irresponsables gobiernos mediante una factura de la luz mucho más cara y una menor competitividad económica.
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Tomado de eldebatedehoy.es