keynesssANTONIO MARGARITI

La perturbación de los países se produce de modo inexorable cuando el Estado se endeuda para sostener un gasto tan desmesurado que desequilibra la propia economía nacional. La recaudación de impuestos no alcanza para pagar, al mismo tiempo, los gastos corrientes y los intereses de la deuda. Los gobiernos no ven otra salida más que emitir bonos. Pronto dejan de ser confiables porque el alto grado de endeudamiento -en relación con los recursos genuinos- hace prever la insolvencia del Estado soberano. El pánico se apodera de los inversores y se derrumba su valor. Pero la clase política no toma conciencia plena de este hecho y lo atribuye a un delirante “golpe de mercado” o a las “oscuras fuerzas del capitalismo financiero”.
Hoy hemos descubierto que el verdadero y aterrador problema de las finanzas públicas no es tanto el déficit sino el monto del gasto y su financiamiento con impuestos y deudas.

1. El límite del 25 %

Mientras el gasto público -que es la fiscalidad real- quede establecido entre 10 % o 15 % del PIB no se produce reacción económica de importancia. La población tolera el diezmo fiscal, porque el dominio de la actividad económica se mantiene en el campo de las decisiones privadas.
Pero cuando pasa de un cierto porcentaje, 25 % del PIB, el control de la economía se desliza inexorablemente de la sociedad al Estado -mejor dicho al Gobierno- y comienzan a producirse adulteraciones económicas. La política domina a la economía y los criterios económicos racionales son sustituidos por pautas demagógicas y objetivos inmediatos en desmedro de los de largo plazo. Distintos sectores sociales comienzan a sentir que sus ingresos nominales ya no alcanzan porque no alcanzan a cubrir las necesidades reales. Entonces, como en una cinchada, tiran de la soga del precio y del salario para no ceder posiciones y mantenerse en su lugar. Esta es la opinión de brillantes y prestigiosos economistas que analizaron el tema: como John Maynard Keynes (1883-1946) (1), Colin Clark (1905-1989) (2), Harry G. Johnson (1923-1977) (3), Friedrich von Hayek (1899-1992) (4) y James M. Buchanan (1919- ) (5). Sus opiniones son de tanta importancia que merecen ser tenidas en cuenta.

John M. Keynes, canonizado por los políticos intervencionistas como el patriarca de la nueva economía, consideró que sería sumamente dificultoso mantener un adecuado nivel de productividad si la imposición excedía el límite del 25 % de la renta nacional.
Señalaba Keynes que antes de la 1ª guerra la detracción de impuestos apenas llegaba al 10 % de la renta media de los países europeos. Luego, entre las dos guerras, subió al 20 % y después de la 2ª guerra mundial, alcanzó enla Inglaterra socialista un 30 %, mientras que en EE.UU. sólo llegó al 22,9 %.

Este último país tuvo la sabiduría de mantener frenado el monto del gasto público, limitado y oscilante pero en una franja comprendida entre 18 % y 25 % del PIB. Entre 2008/09 el gasto público americano trepó al 41 % como consecuencia de los descomunales subsidios que las administraciones de George W. Bush y Barack Obama otorgaron a los banqueros para salvarlos de la bancarrota, absorbiendo activos tóxicos e hipotecas subprime.
Esos subsidios, se financiaron multiplicando la emisión monetaria contra bonos dela Tesoreríaamericana. El enorme endeudamiento resultante de la duplicación de la masa de dólares lanzada al mercado, ha impulsado a prestigiosos economistas a presagiar un eventual colapso financiero a mediano plazo como consecuencia de que EE.UU. está creando una burbuja financiera con los bonos del Tesoro.

Sin embargo y pasado el período de “estímulo fiscal para evitar la depresión” el gasto público federal de EE.UU. aún durante la gestión de Barack Obama regresó al 24,7 % del PIB.
Si no se reduce de manera significativa la magnitud del gasto y la deuda que lo financia, los Estados soberanos entrarán en la crisis de confianza que preludia el default. Tendrán que dejar de pensar en el Estado de Bienestar para pasar a una concepción de Sociedad de Bienestar, la cual requiere que se reduzca el colosal sistema de gastos públicos, se rebajen los impuestos y que cada individuo comience a preocuparse por su propio destino en lugar de esperarlo todo del Estado.

La experiencia europea ha demostrado que cuando aumentan los impuestos, la productividad de la economía cae rápidamente, porque el Estado devora la parte esencial de la renta que empresas y personas destinan a reinversiones. A la larga no se puede tener bienestar si esperamos recibirlo todo del Estado sin esfuerzos ni sacrificios personales.

Debemos convencernos que el Estado no genera recursos, los toma de otros. Cada peso que gasta el Estado debe venir de alguna otra parte. O sale del bolsillo de los trabajadores o sale de las ganancias de las empresas, pero siempre es recaudado de la actividad privada con impuestos, inflación y deuda.
Cuando el Estado se lleva demasiado dinero, hay menos recursos para la sociedad y quienes pagan impuestos se empobrecen. Cada peso de gasto público corresponde siempre a un peso menos de gasto privado. Aún los empleos públicos creados con impuestos son compensados por empleos privados perdidos por reducción del gasto privado.

El gobierno puede creer que estimula la economía haciendo obra pública, en lugar de locales comerciales o plantas industriales, pero ni el gasto público ni el estímulo fiscal pueden hacer que se construyan las dos cosas al mismo tiempo.
En economía, estos efectos están contemplados bajo el nombre de “costo de oportunidad” o “coste alternativo”. Así se designa a todo gasto o uso de los recursos disponibles, aplicados a ciertos destinos, a costa del valor de otras opciones mejores que no pueden realizarse porque los recursos no son infinitos.

El “costo de oportunidad” del Estado casi siempre es altísimo. Las autoridades gubernamentales administran caro, actúan sin sentido de la austeridad, demoran una eternidad sus decisiones y nunca eligen la mejor opción sino la más popular. Como no están compelidas a ahorrar, derrochan el dinero ajeno, y muchas veces lo embolsan en su patrimonio personal.
Colin Clark en su imprescindible libro “Welfare & Taxation” (2) menciona que, pocos meses antes de morir, John M. Keynes le dirigió una carta personal en la que consideraba como límite tolerable para la economía británica una imposición del 25 % de la renta nacional. El prof. Colin Clark, que en razón de su excepcional obra sobre “Las condiciones del progreso económico”, está capacitado como pocos para juzgar esta advertencia keynesiana, sostiene que en base a realidades económicas por él investigadas en múltiples países, se puede demostrar que el límite superior de la imposición está señalado por el 25 % del PIB para que no resulte perjudicial a la economía nacional. (1)

Las circunstancias por las que el exceso de gasto público desata una batalla de todos contra todos, no son difíciles de comprender. Cuando el gobierno gasta en exceso, tiene que arrebatar una mayor parte ala Sociedad, sobre todo a quienes no viven del Estado.
En tal caso, la porción que deja a los ciudadanos es insuficiente para que progresen decentemente y no hay duda alguna que provocará la batalla por el ingreso -la lucha de todos contra todos- en la cual siempre ganarán los más fuertes e inescrupulosos y nunca los más honestos ni los más necesitados.

2. Porqué se quebrantan las reglas.

La gran cuestión que pocos economistas llegan a explicar cabalmente es ésta: ¿porqué hasta cierto momento histórico el gasto público se mantiene dentro de límites prudentes y luego, inesperadamente, comienza a crecer hasta llegar a niveles insensatos?
El principal motivo de la explosión del gasto público no es económico. Es un cambio fundamental en la conciencia moral de la población y en la actitud personal frente a los demás.
Sucede cuando un número influyente de ciudadanos dejan de creer en la responsabilidad individual, donde cada uno asume las consecuencias de sus actos y es artífice de su propio destino, pasando a depositar la confianza en un misterioso ente llamado Estado de quien todo se espera.

Se le encarga al Estado que nos proteja de las vicisitudes de la vida, que nos cuide de todo mal y que nos proporcione un bienestar que no sabemos ganarnos por nosotros mismos.
Dicho más brevemente, el cambio ocurre cuando dejamos de admirar al hombre que triunfa por su propio esfuerzo, el self-made-man, aquél que cae pero se levanta y que en la vida obra según principios y no por conveniencias. En su lugar comenzamos a exigir que el Gobierno nos brinde bienestar, sin hacer nada, queremos el social-welfare y reclamamos derechos sin estar sujetos a obligaciones. A este mamarracho intelectual lo denominamos “modelo de inclusión social”.

Cuando predominaba la responsabilidad individual, la administración pública estaba descentralizada y tenía límites precisos. Cada uno progresaba en la medida de sus méritos y empeños. Existían hombres y mujeres libres. La sociedad tenía un orden social basado en la libertad y justicia. Progresar era un logro, fruto del esfuerzo personal.
Cuando declinó esa responsabilidad, se necesitó de una administración centralizada y poderosa sin frenos a la vista. Para prosperar cada uno debió acomodarse con los que ocupaban el poder. Comenzamos a depender de las dádivas del Estado y del favor de los poderosos. Los empresarios hacían buenos negocios sólo cuando conseguían vincularse con funcionarios deshonestos. Así aparecieron hombres y mujeres serviles, que cambian de posición tan pronto como cambian los mandatarios. La vida en sociedad empezó a depender de la fuerza y la astucia para conseguir la complicidad del Estado.

Este cambio en la opinión pública comenzó a insinuarse cuando la depresión universal de 1929-1935 y se reforzó con los efectos de la segunda guerra mundial. Pero se decantó a partir de la postguerra en 1945.
La crisis del ‘29 trajo consigo desocupación, caída del comercio internacional, colas con ollas populares, quiebras de bancos y empresas. Provocó una pérdida de fe en el sistema económico y condujo a los trabajadores y empresarios a unirse a los intelectuales de izquierda con el propósito de asignar un mayor ámbito y papel al Estado. En los países británicos ese movimiento fue liderado por el laborismo, en las naciones escandinavas por la socialdemocracia, en EE.UU. por el partido demócrata y en Argentina por el justicialismo, inicialmente llamado laborismo como su homónimo inglés.

Al principio pareció una idea genial que el gobierno se echase encima todas las preocupaciones y responsabilidades de los ciudadanos, cuidándolos de la cuna a la sepultura, nacionalizando empresas, haciéndose cargo de tareas que antes hacían los privados, multiplicando el empleo público y emitiendo moneda para estimular el consumo.
La fe en esas ideas se mantuvo firme durante 43 años, entre 1946 y 1990. Pero al cabo de ese lapso, se debilitó. El aparato del Estado entró en el colapso de la hiperinflación, nada funcionaba, el ahorro en pesos no servía, no teníamos sosiego, los precios aumentaban insoportablemente y la esperanza de un futuro mejor se evaporaba en el horizonte.
En septiembre de 1989 los periódicos de Brasil publicaban ofertas de agencias de turismo que decían: “Por sólo u$s 120 all inclusive, pase una semana en Argentina antes que se acabe”.

Sin embargo, civiles y militares, de derecha o de izquierda y de todos los colores, siguieron pensando que era necesario mantener un ejército de funcionarios, administradores y empleados encargados de armar expedientes, para repartir lo que no existía.
En esos años, Milton Friedman sostenía que el gasto público se incrementa por su propio impulso (6). En su origen, decía Friedman, los programas sociales que sirven para producir el aumento del gasto suelen empezar con dimensiones reducidas, pero tienen la capacidad potencial de crecer hasta el infinito.

Así ocurre ahora con la asignación universal a la niñez, las jubilaciones de quienes nunca hicieron aportes, los planes trabajar, el programa de fútbol para todos, los planes de tarjetas recargables para viajes urbanos, el financiamiento de plasmas LCD en 50 cuotas, el reparto de un millón de convertidores digitales en el área metropolitana, la aerolínea que nos cuesta u$s 3 millones diarios y muchas otras fantasías más.
Los programas de asistencialismo y clientelismo político nunca tienen éxito porque alientan precisamente demandas sin esfuerzo ni sacrificio. Convierten a sus beneficiarios en seres pedigüeños y holgazanes, haciéndolos subsidio-dependientes. Como esos programas sociales no logran los resultados previstos, de inmediato surge el argumento demagógico: ¡fracasan porque no había fondos suficientes! De manera que cada fracaso conduce asombrosamente a demandar la ampliación del programa social erogando mayor cantidad de fondos. Al final todos terminan en despilfarro. (6)

El aumento del gasto se produce porque los ciudadanos toleran que el gobierno cada vez gaste más dinero en programas destinados al fracaso y porque el gobierno justifica la necesidad de mayores fondos para objetivos que nunca termina de lograr. Es el círculo perverso del populismo.

3. ¿Porqué es tan difícil cambiar?

En primer lugar porque los ciudadanos no tienen conciencia de cuánto les cuesta este derroche, debido al fenómeno de ilusión financiera, brillantemente analizado por Amilcare Puviani.
La otra razón es la asimetría entre la oposición a aumentar el gasto público versus la resistencia a reducirlo. Poner en vigencia nuevos programas de gasto siempre es una política agradable, porque hay muchos que van prendidos en ellos. Pero desmantelar los programas existentes despierta la feroz oposición de los que se benefician con ellos.
Esos intereses se reflejan en el triángulo de hierro de las prebendas: el 1er. Lado, la supremacía del clientelismo; el 2do. Lado, la hegemonía de políticos que buscan hacerse populares; el 3er. Lado, el predominio de los burócratas que perduran a expensas del Estado.

4. La tiranía del statu quo.

Es tan difícil cambiar porque hay tres poderosas fuerzas que tratan de conservar y preservar las cosas tal como están: el clientelismo, los políticos y la burocracia, pilares del statu quo.

a) Supremacía del clientelismo.

En los programas públicos de tipo social, es habitual que al aprobarse el presupuesto, exista un grupo beneficiado; pero cuando el programa se elimina, el grupo perjudicado es otro diferente del originario.
Quienes inicialmente reciben los beneficios son aquellos con capacidad de agitación y reclamo. Son pedigüeños, saben organizarse y conocen al dedillo las técnicas para que los políticos acojan sus demandas.
Pasado un tiempo –no muy prolongado- ocurren cambios sustanciales. El grupo original deja su lugar a otro, ya sea porque los agitadores progresan económicamente o porque no reúnen los requisitos legales. Y aparecen nuevas camadas de aspirantes a cobrar las dádivas del programa.

Algunos de estos agitadores se hacen profesionales de la protesta social y terminan liderando las organizaciones sociales. Allí se dedican a entrenar y disciplinar futuros postulantes. Reclamar por causas sociales ajenas se convierte en un buen negocio, porque consiguen un porcentaje de los subsidios recibidos y generan la renta del agitador profesional, un nuevo tipo de ingreso que ningún manual de economía ha contemplado.
Si la agrupación se estabiliza, tratan de diferenciarla de otras organizaciones, dotándolas de pecheras, gorritos y pancartas para marcar la membresía. Inmediatamente ofrecen servicios de apoyo callejero para actos proselitistas a los dirigentes políticos que necesitan de una claque alquilada.

De este modo los profesionales de la protesta social junto con las oleadas de seguidores, conforman un grupo homogéneo de presión, interesado en que los programas asistenciales subsistan y se incrementen. La supremacía del clientelismo político prolonga y aumenta el gasto público.

b) Hegemonía de los políticos.

En la historia de nuestra decadente vida democrática, los aspirantes a cargos electivos siempre han comprado votos. Antiguamente lo hacían con su propio dinero y por eso terminaban arruinados y en la miseria. Luego comenzaron a ofrecer cargos públicos y el voto era pagado con el presupuesto. Ahora han creado una nueva técnica: piden adelantos a los futuros beneficiarios de negocios, que serán adjudicados si ellos salen elegidos. Promesas de grandes negociados, compromisos de privilegios fiscales, acuerdos para ejecutar obra pública con sobreprecios y tolerancia de facturas falsas para ocultar fraudes fiscales. Todo sirve para crear un ámbito de influencia política.

Esa es una de las razones por las cuales ningún político de raza se anima a defender la simplificación del régimen impositivo. Sería despedazado porque si los impuestos múltiples se redujeran a pocos y simples impuestos, desaparecía el sistema fiscal como fuente de acomodo y padrinazgo político. Nuestra clase política trata de ignorar el desorden y la inseguridad en la vía pública, porque no quiere implicarse en la represión callejera. Pero al mismo tiempo se esfuerza por heredar las mañas y perfeccionar los chanchullos que sus antecesores crearon en los vericuetos del presupuesto. La hegemonía de los políticos también prolonga y aumenta el gasto público.

c) Predominio de los burócratas.

Al mismo tiempo que los beneficiarios del clientelismo y los políticos se atrincheran para mantener el statu quo, aparece un campo muy fértil que consolida el poder de ambos.
Se trata de eso que las leyes llaman con eufemismo cartesiano “el órgano de aplicación”, generalmente compuesto por ministerios con funciones inútiles, secretarías de jauja, oficinas sin contenido y reparticiones banales que sólo sirven de refugio para mediocres que no saben hacer nada de nada.

Esos organismos se integran con un Secretario de Estado, tres o más Subsecretarios, varios Directores generales, muchos Directores sectoriales, Asesores contratados , Jefes de áreas, Encargados de departamentos, Supervisores, Asistentes, Secretarias privadas y empleados rasos. La mayoría de ellos provenientes de la militancia partidaria.
Después que se sanciona la ley intervencionista, en menos de 24 horas aparecen los decretos reglamentarios creando los “órganos de aplicación” y disponiendo nutridas “plantillas de personal” para cubrir los cargos.

Así van surgiendo multitudes de nuevas oficinas y se nombran sujetos vinculados con políticos y líderes piqueteros. Esta es la razón por la cual hoy en día contamos con más de 3 millones de empleados públicos y que en los últimos 5 años se hayan designado 1 millón de nuevos empleados. Unidos a los casi 9 millones de jubilados, pensionados y beneficiarios de planes de retiro conforman una población flotante de 12 millones que viven del Estado y se sostienen a expensas de una población mucho menor que trabaja en la actividad privada. Algún día, aquellos que sostienen este mundo de ficción se cansarán de hacerlo y optarán por la rebelión de Atlas: la huelga de los emprendedores.
En este colectivo es donde reside el predominio de la burocracia, que en general trabaja la mitad del tiempo que cualquier empleado u obrero del sector privado. Conservan el puesto hasta su jubilación o muerte. No pueden ser despedidos y al retirarse tienen el derecho de hacer ingresar a sus familiares. Generalmente cobran pensiones equivalentes a su último sueldo.

El tiempo transcurre inexorablemente. Pasan administraciones de distinto color político. Se modifican las funciones. Pero los burócratas saben cómo hacer fracasar la gestión más pintada. Pueden burlar a sus jefes políticos utilizando con suma habilidad las demoras y los pases de expedientes. Tales destrezas se van enriqueciendo y transmitiendo de generación en generación. El predominio de la burocracia prolonga y aumenta el gasto público.
La supremacía del clientelismo, la hegemonía de los políticos y el predominio de los burócratas forman los tres lados del triángulo de hierro, que se opone a muerte a cualquier cambio en la administración pública. La tiranía del statu quo es fuerte, eficiente y difícil de desterrar porque cuentan con el expertise suficiente para entorpecer y hacer fracasar cualquier gestión. (7)

Tomado de economíaparatodos.net.ar

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