Roberto Laserna
La política económica plena de ilusiones y escasa de pragmatismo que se aplica en estos años en el país puede ser calificada también de un verdadero ataque a los consumidores.
Esto empezó hace ya tiempo, cuando se decidió eliminar a los intermediarios en la comercialización de garrafas de gas, y sigue hoy, reflejando cada paso de la intervención estatal en la economía.
En efecto, quienes toman esas decisiones no parecen tener la más mínima consideración por los consumidores, cuyos derechos sin embargo utilizan en pancartas y leyes que no se cumplen. De propaganda sirven, no de guías para la acción.
A las pocas semanas de haber iniciado actividades el gobierno actual, decidió eliminar a los intermediarios del gas, incluyendo a las tiendas de barrio que almacenaban algunas decenas de garrafas y las tenían disponibles, a cualquier hora del día, para sus clientes. Según se informó entonces, con tal decisión se buscaba reducir el contrabando hormiga, ya que se creía que los intermediarios grandes y pequeños desviaban garrafas hacia los mercados vecinos. La diferencia de precios no era entonces tan grande como hoy, pero pareció un argumento razonable y nadie protestó.
Seguramente se trataba también de capturar una parte del precio para fortalecer esa nueva fuente de empleos que empezaba a ser Yacimientos. Es decir, en el fondo se reemplazó a los intermediarios privados por los estatales. Miles de personas que trabajaban llevando las garrafas a donde se las necesitaba, o almacenándolas hasta que el consumidor las comprara, perdieron una fuente de ingresos. Tampoco protestaron, confiando tal vez en que ese pequeño sacrificio reduciría el contrabando.
Los efectos sobre los consumidores fueron inmediatos. Se hizo más difícil conseguir gas. Había que esperar el paso de camiones atendidos por desganados e insolentes muchachos que venden el gas en garrafas como si nos hicieran un favor. No hay lugar donde no se vea a mujeres y niños cargando garrafas o esperando con ellas a que aparezca un maestrito bondadoso que, además, se digne detener su vehículo en ese lugar, y no 20 metros más allá.
La competencia entre grandes y pequeños distribuidores, entre camiones y tiendas de barrio, ha desaparecido a favor de un monopolio que, obviamente, se hace cada vez más perezoso e ineficiente.
Esto, naturalmente, tiene costos para la economía nacional y para las economías familiares, porque el tiempo que se tarda hoy buscando gas en garrafa, es un tiempo que cuesta y podía emplearse productivamente. Estoy seguro de que ninguna entidad estatal, y menos Yacimientos, han calculado jamás estos costos.
Por si fuera poco, el contrabando no desapareció sino que, como lo han señalado las autoridades, sigue “desangrando al país”.
Podría justificarse lo ocurrido argumentando que, de ese modo, se está animando a la gente a reemplazar las garrafas por las conexiones domiciliarias. El problema es que, también ahí, se ha reemplazado al intermediario privado por el público, y el consumidor tampoco la pasa muy bien. Claro que ya no tiene el problema de caminar con su garrafa en busca de gas, pero al momento de pagar sus cuentas, o de pedir un servicio especial, ya puede ir acumulando paciencia.
Lo primero que hacen las operadoras estatales (sea que provean agua, electricidad, gas natural o telefonía) es tratar de eliminar a los intermediarios, incluso a los cobradores. El argumento es que de ese modo bajan costos, pero al final ocurre siempre que terminan contratando gente que hacía el trabajo de los cobradores, y en vez de comisiones a bancos o entidades financieras, se pagan sueldos a personal propio, que a partir de entonces nos hace un favor si nos cobra. El resultado final es que su ineficiencia la terminan pagando los consumidores, cuyo tiempo se pierde irremediablemente en viajes y colas que pudieron haberse mantenido al mínimo.
Y poco a poco el ataque se amplía. Basta pasar por una tienda de EMAPA para ver cientos de personas haciendo cola para comprar un producto subsidiado, mientras los policías allanan almacenes y depósitos de intermediarios que, razonablemente, tratan de proteger su inversión y se resisten a vender perdiendo dinero. De pronto productos básicos empiezan a escasear y el gobierno se siente impelido a intervenir, remplazando una vez más a los intermediarios con burócratas que te ordenarán mantenerte callado y en la cola si quieres recibir el favor de unos kilos de azúcar o de arroz.
Esta política cree que eliminar a los intermediarios es favorecer a los consumidores, cuando en realidad ocurre todo lo contrario. Algunos intermediarios pueden ser eliminados del mercado, pero no se puede eliminar la intermediación. Esta es imprescindible para que los productos lleguen a los consumidores. Y será tanto más eficiente cuanto más libre sea el consumidor para escoger a quién comprar.
La estatización de la economía no evita la intermediación. Simplemente la coloca en las manos más ineficientes, porque la convierte en un monopolio controlado por burócratas que desprecian a los consumidores.
En 1985 desaparecieron las colas y se llenaron los anaqueles casi de inmediato, cuando se le devolvió la libertad a la gente para comprar, vender y producir. Si ese ajuste fue traumático fue porque en los años previos se dejó que los problemas llegaran demasiado lejos. En vez de repetir la experiencia, ¿no sería mejor recordarla y aprender de ella?
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Tomado de laserna.wordpress.com