personajes miroJoan Miró, pintor español.

Poeta francés del siglo XIX.

El extranjero

-¿A quién quieres más, hombre enigmático, dime, a tu padre, a tu madre, a tu hermana o a tu hermano?
-Ni padre, ni madre, ni hermana, ni hermano tengo.
-¿A tus amigos?
-Empleáis una palabra cuyo sentido, hasta hoy, no he llegado a conocer.
-¿A tu patria?
-Ignoro en qué latitud está situada.
-¿A la belleza?
-Bien la querría, ya que es diosa e inmortal.
-¿Al oro?
-Lo aborrezco lo mismo que aborrecéis vosotros a Dios.
-Pues ¿a quién quieres, extraordinario extranjero?
-Quiero a las nubes..., a las nubes que pasan... por allá.... ¡a las nubes maravillosas!

Un gracioso

Era la explosión del año nuevo: caos de barro y nieve, atravesado por mil carruajes, centelleante de juguetes y de bombones, hormigueante de codicia y desesperación; delirio oficial de una ciudad grande, hecho para perturbar el cerebro del solitario más fuerte.
Entre todo aquel barullo y estruendo trotaba un asno vivamente, arreado por un tipejo que empuñaba el látigo.
Cuando el burro iba a volver la esquina de una acera, un señorito enguantado, charolado, cruelmente acorbatado y aprisionado en un traje nuevo, se inclinó, ceremonioso, ante el humilde animal, y le dijo, quitándose el sombrero: «¡Se lo deseo bueno y feliz!» Volviose después con aire fatuo no sé a qué camaradas suyos, como para rogarles que añadieran aprobación a su contento.
El asno, sin ver al gracioso, siguió corriendo con celo hacia donde le llamaba el deber.
A mí me acometió súbitamente una rabia inconmensurable contra aquel magnífico imbécil, que me pareció concentrar en sí todo el ingenio de Francia.

Cada cual, con su quimera

Bajo un amplio cielo gris, en una vasta llanura polvorienta, sin sendas, ni césped, sin un cardo, sin una ortiga, tropecé con muchos hombres que caminaban encorvados.
Llevaba cada cual, a cuestas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado de infantería romana.
Pero el monstruoso animal no era un peso inerte; envolvía y oprimía, por el contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y poderosos; prendíase con sus dos vastas garras al pecho de su montura, y su cabeza fabulosa dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros antiguos pretendían aumentar el terror de sus enemigos.
Interrogué a uno de aquellos hombres preguntándole adónde iban de aquel modo. Me contestó que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a alguna parte, ya que les impulsaba una necesidad invencible de andar.
Observación curiosa: ninguno de aquellos viajeros parecía irritado contra el furioso animal, colgado de su cuello y pegado a su espalda; hubiérase dicho que lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos rostros fatigados y serios, ninguna desesperación mostraban; bajo la capa esplenética del cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con la faz resignada de los condenados a esperar siempre.
Y el cortejo pasó junto a mí, y se hundió en la atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del planeta se esquiva a la curiosidad del mirar humano.
Me obstiné unos instantes en querer penetrar el misterio; mas pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedó más profundamente agobiado que los otros con sus abrumadoras quimeras.

El loco y la Venus

¡Qué admirable día! El vasto parque desmaya ante la mirada abrasadora del Sol, como la juventud bajo el dominio del Amor.
El éxtasis universal de las cosas no se expresa por ruido ninguno; las mismas aguas están como dormidas. Harto diferente de las fiestas humanas, ésta es una orgía silenciosa.
Diríase que una luz siempre en aumento da a las cosas un centelleo cada vez mayor; que las flores excitadas arden en deseos de rivalizar con el azul del cielo por la energía de sus colores, y que el calor, haciendo visibles los perfumes, los levanta hacia el astro como humaredas.
Pero entre el goce universal he visto un ser afligido.
A los pies de una Venus colosal, uno de esos locos artificiales, uno de esos bufones voluntarios que se encargan de hacer reír a los reyes cuando el remordimiento o el hastío los obsesiona, emperejilado con un traje brillante y ridículo, con tocado de cuernos y cascabeles, acurrucado junto al pedestal, levanta los ojos arrasados en lágrimas hacia la inmortal diosa.
Y dicen sus ojos: Soy el último, el más solitario de los seres humanos, privado de amor y de amistad; soy inferior en mucho al animal más imperfecto. Hecho estoy, sin embargo, yo también, para comprender y sentir la inmortal belleza. ¡Ay! ¡Diosa! ¡Tened piedad de mi tristeza y de mi delirio!»
Pero la Venus implacable mira a lo lejos no sé qué con sus ojos de mármol.

El perro y el frasco

-Lindo perro mío, buen perro, chucho querido, acércate y ven a respirar un excelente perfume, comprado en la mejor perfumería de la ciudad.
Y el perro, meneando la cola, signo, según creo, que en esos mezquinos seres corresponde a la risa y a la sonrisa, se acerca y pone curioso la húmeda nariz en el frasco destapado; luego, echándose atrás con súbito temor, me ladra, como si me reconviniera.
-¡Ah miserable can! Si te hubiera ofrecido un montón de excrementos los hubieras husmeado con delicia, devorándolos tal vez. Así tú, indigno compañero de mi triste vida, te pareces al público, a quien nunca se ha de ofrecer perfumes delicados que le exasperen, sino basura cuidadosamente elegida.

A la una de la mañana

¡Solo por fin! Ya no se oye más que el rodar de algunos coches rezagados y derrengados. Por unas horas hemos de poseer el silencio, si no el reposo. ¡Por fin desapareció la tiranía del rostro humano, y ya sólo por mí sufriré!
¡Por fin! Ya se me consiente descansar en un baño de tinieblas. Lo primero, doble vuelta al cerrojo. Me parece que esta vuelta de llave ha de aumentar mi soledad y fortalecer las barricadas que me separan actualmente del mundo.
¡Vida horrible! ¡Ciudad horrible! Recapitulemos el día: ver a varios hombres de letras, uno de los cuales me preguntó si se puede ir a Rusia por vía de tierra -sin duda tomaba por isla a Rusia-; disputar generosamente con el director de una revista, que, a cada objeción, contestaba: «Este es el partido de los hombres honrados»; lo cual implica que los demás periódicos están redactados por bribones; saludar a unas veinte personas, quince de ellas desconocidas; repartir apretones de manos, en igual proporción, sin haber tomado la precaución de comprar unos guantes; subir, para matar el tiempo, durante un chaparrón, a casa de cierta corsetera, que me rogó que le dibujara un traje de Venustre; hacer la rosca al director de un teatro, para que, al despedirme, me diga: «Quizá lo acierte dirigiéndose a Z...; es, de todos mis autores, el más pesado, el más tonto y el más célebre; con él podría usted conseguir algo. Háblele, y allá veremos»; alabarme -¿por qué?- de varias acciones feas que jamás cometí y negar cobardemente algunas otras fechorías que llevó a cabo con gozo, delito de fanfarronería, crimen de respetos humanos; negar a un amigo cierto favor fácil y dar una recomendación por escrito a un tunante cabal. ¡Uf! ¿Se acabó?
Descontento de todos, descontento de mí, quisiera rescatarme y cobrar un poco de orgullo en el silencio y en la soledad de la noche. Almas de los que amé, almas de los que canté, fortalecedme, sostenedme, alejad de mí la mentira y los vahos corruptores del mundo; y vos, Señor, Dios mío, concededme la gracia de producir algunos versos buenos, que a mí mismo me prueben que no soy el último de los hombres, que no soy inferior a los que desprecio.

Las muchedumbres

No a todos les es dado tomar un baño de multitud; gozar de la muchedumbre es un arte; y sólo puede darse a expensas del género humano un atracón de vitalidad aquel a quien un hada insufló en la cuna el gusto del disfraz y la careta, el odio del domicilio y la pasión del viaje.
Multitud, soledad: términos iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en una muchedumbre atareada.
Goza el poeta del incomparable privilegio de poder a su guisa ser él y ser otros. Como las almas errantes en busca de cuerpo, entra cuando quiere en la persona de cada cual. Sólo para él está todo vacante; y si ciertos lugares parecen cerrársele, será que a sus ojos no valen la pena de una visita.
El paseante solitario y pensativo saca una embriaguez singular de esta universal comunión. El que fácilmente se desposa con la muchedumbre, conoce placeres febriles, de que estarán eternamente privados el egoísta, cerrado como un cofre, y el perezoso, interno como un molusco. Adopta por suyas todas las profesiones, todas las alegrías y todas las miserias que las circunstancias le ofrecen.
Lo que llaman amor los hombres es sobrado pequeño, sobrado restringido y débil, comparado con esta inefable orgía, con esta santa prostitución del alma, que se da toda ella, poesía y caridad, a lo imprevisto que se revela, a lo desconocido que pasa.
Bueno es decir alguna vez a los venturosos de este mundo, aunque sólo sea para humillar un instante su orgullo necio, que hay venturas superiores a la suya, más vastas y más refinadas. Los fundadores de colonias, los pastores de pueblos, los sacerdotes misioneros, desterrados en la externidad del mundo, conocen, sin duda, algo de estas misteriosas embriagueces; y en el seno de la vasta familia que su genio se formó, alguna vez han de reírse de los que les compadecen por su fortuna, tan agitada, y por su vida, tan casta.


El pastel

Viajaba. El paisaje en medio del cual me había colocado tenía grandeza y nobleza irresistibles. Algo de ellas se comunicó sin duda en aquel momento a mi alma. Revoloteaban mis pensamientos con ligereza igual a la de la atmósfera; las pasiones vulgares, como el odio y el amor profano, aparecíanseme ya tan alejadas como las nubes que desfilaban por el fondo de los abismos, a mis pies; mi alma parecíame tan vasta y pura como la cúpula del cielo que me envolvía; el recuerdo de las cosas terrenales no llegaba a mi corazón sino debilitado y disminuido, como el son de la esquila de los rebaños imperceptibles que pasan lejos, muy lejos, por la vertiente de otra montaña. Sobre el lago pequeño, inmóvil, negro por su inmensa profundidad, pasaba de vez en cuando la sombra de una nube, como el reflejo de la capa de un gigante aéreo que volara cruzando el cielo. Y recuerdo que aquella sensación solemne y rara, causada por un gran movimiento perfectamente silencioso, me llenaba de una alegría mezclada con miedo. En suma, que me sentía, gracias a la embriagadora belleza que me rodeaba, en paz perfecta conmigo mismo y con el universo; y aun sospecho que en mi perfecta beatitud y en mi total olvido de todo el mal terrestre, había llegado a no encontrar tan ridículos a los periódicos que pretenden que el hombre nació bueno, cuando, renovadas las exigencias de la materia implacable, pensé en reparar la fatiga y en aliviar el apetito despierto por tan larga ascensión. Saqué del bolsillo un buen pedazo de pan, una taza de cuero y un frasco de cierto elixir que los farmacéuticos de aquellos tiempos solían vender a los turistas, para mezclarlo, llegada la ocasión, con agua de nieve.
Partía tranquilamente el pan, cuando un ruido muy leve me hizo levantar los ojos. Ante mí estaba una criaturilla desharrapada, negra, desgreñada, cuyos ojos hundidos, fríos y suplicantes, devoraban el pedazo de pan. Y le oí suspirar en voz baja y ronca la palabra ¡pastel! No pude contener la risa al oír el apelativo con que se dignaba honrar a mi pan casi blanco. Cortó una buena rebanada y se la ofrecí. Acercose lentamente, sin quitar los ojos del objeto de su codicia; luego, echando mano al pedazo, retrocedió vivamente, como si hubiese temido que mi oferta no fuese sincera, o que me fuese a volver atrás.
Pero en el mismo instante le derribó otro chiquillo salvaje, que no sé de dónde salía, tan perfectamente semejante al primero, que se le hubiera podido tomar por hermano gemelo suyo. Juntos rodaron por el suelo, disputándose la preciada presa, sin que ninguno de ellos quisiera, indudablemente, sacrificar la mitad a su hermano. Exasperado el primero, agarró del pelo al segundo; cogiole éste una oreja entro los dientes, y escupió un pedacito ensangrentado, con un soberbio reniego dialectal. El propietario legítimo del pastel trató de hundir las menudas garras en los ojos del usurpador; éste, a su vez, aplicó todas sus fuerzas a estrangular al adversario con una mano, mientras que con la otra intentaba meterse en el bolsillo el galardón del combate. Pero, reanimado por la desesperación, levantose el vencido y echó a rodar por el suelo al vencedor de un cabezazo en el estómago. ¿Para qué describir una lucha horrorosa, que duró, en verdad, más tiempo del que parecían prometer las fuerzas infantiles? Viajaba el pastel de mano en mano y cambiaba a cada momento de bolsillo; pero, ¡ay!, iba cambiando también de volumen; y cuando, por fin, extenuados, jadeantes, ensangrentados, paráronse, en la imposibilidad de seguir, no quedaba, a decir verdad, motivo ninguno de batalla; el pedazo de pan había desaparecido y estaba desparramado en migajas, semejantes a los granos de arena con que se mezclaban.
Tal espectáculo había llenado de bruma el paisaje, y el gozo tranquilo en que se solazaba mi alma, antes de haber visto a los hombrecillos, había desaparecido por entero; me quedé mucho tiempo triste, repitiéndome sin cesar: ¡Conque hay un país soberbio en que al pan le llaman 'pastel', golosina tan rara que basta para engendrar una guerra perfectamente fratricida!»

El reloj

Los chinos ven la hora en los ojos de los gatos. Cierto día, un misionero que se paseaba por un arrabal de Nankin advirtió que se le había olvidado el reloj, y le preguntó a un chiquillo qué hora era.
El chicuelo del Celeste Imperio vaciló al pronto; luego, volviendo sobre sí, contestó: «Voy a decírselo.» Pocos instantes después presentose de nuevo, trayendo un gatazo, y mirándole, como suele decirse, a lo blanco de los ojos, afirmó, sin titubear: «Todavía no son las doce en punto.» Y así era en verdad.
Yo, si me inclino hacia la hermosa felina, la bien nombrada, que es a un tiempo mismo honor de su sexo, orgullo de mi corazón y perfume de mi espíritu, ya sea de noche, ya de día, en luz o en sombra opaca, en el fondo de sus ojos adorables veo siempre con claridad la hora, siempre la misma, una hora vasta, solemne, grande como el espacio, sin división de minutos ni segundos, una hora inmóvil que no está marcada en los relojes, y es, sin embargo, leve como un suspiro, rápida como una ojeada.
Si algún importuno viniera a molestarme mientras la mirada mía reposa en tan deliciosa esfera; si algún genio malo e intolerante, si algún Demonio del contratiempo viniese a decirme: «¿Qué miras con tal cuidado? ¿Qué buscas en los ojos de esa criatura? ¿Ves en ellos la hora, mortal pródigo y holgazán?» Yo, sin vacilar, contestaría: «Sí; veo en ellos la hora. ¡Es la Eternidad!»
¿Verdad, señora, que éste es un madrigal ciertamente meritorio y tan enfático como vos misma? Por de contado, tanto placer tuve en bordar esta galantería presuntuosa, que nada, en cambio, he de pediros.

Un hemisferio en una cabellera

Déjame respirar mucho tiempo, mucho tiempo, el olor de tus cabellos; sumergir en ellos el rostro, como hombre sediento en agua de manantial, y agitarlos con mi mano, como pañuelo odorífero, para sacudir recuerdos al aire.
¡Si pudieras saber todo lo que veo! ¡Todo lo que siento! ¡Todo lo que oigo en tus cabellos! Mi alma viaja en el perfume como el alma de los demás hombres en la música.
Tus cabellos contienen todo un ensueño, lleno de velámenes y de mástiles; contienen vastos mares, cuyos monzones me llevan a climas de encanto, en que el espacio es más azul y más profundo, en que la atmósfera está perfumada por los frutos, por las hojas y por la piel humana.
En el océano de tu cabellera entreveo un puerto en que pululan cantares melancólicos, hombres vigorosos de toda nación y navíos de toda forma, que recortan sus arquitecturas finas y complicadas en un cielo inmenso en que se repantiga el eterno calor.
En las caricias de tu cabellera vuelvo a encontrar las languideces de las largas horas pasadas en un diván, en la cámara de un hermoso navío, mecidas por el balanceo imperceptible del puerto, entre macetas y jarros refrescantes.
En el ardiente hogar de tu cabellera respiro el olor del tabaco mezclado con opio y azúcar; en la noche de tu cabellera veo resplandecer lo infinito del azul tropical; en las orillas vellosas de tu cabellera me emborracho con los olores combinados del algodón, del almizcle y del aceite de coco.
Déjame morder mucho tiempo tus trenzas, pesadas y negras. Cuando mordisqueo tus cabellos elásticos y rebeldes, me parece que como recuerdos.

La invitación al viaje

Hay un país soberbio, un país de Jauja -dicen-, que sueño visitar con una antigua amiga. País singular, anegado en las brumas de nuestro Norte, y al que se pudiera llamar el Oriente de Occidente, la China de Europa: tanta carrera ha tomado en él la cálida y caprichosa fantasía; tanto la ilustró paciente y tenazmente con sus sabrosas y delicadas vegetaciones.
Un verdadero país de Jauja, en el que todo es bello, rico, tranquilo, honrado; en que el lujo se refleja a placer en el orden; en que la vida es crasa y suave de respirar; de donde están excluídos el desorden, la turbulencia y lo improvisto; en que la felicidad se desposó con el silencio; en que hasta la cocina es poética, pingüe y excitante; en que todo se te parece, ángel mío.
¿Conoces la enfermedad febril que se adueña de nosotros en las frías miserias, la ignorada nostalgia de la tierra, la angustia de la curiosidad? Un país hay que se te parece, en que todo es bello, rico, tranquilo y honrado, en que la fantasía edificó y decoró una China occidental, en que la vida es suave de respirar, en que la felicidad se desposó con el silencio. ¡Allí hay que irse a vivir, allí es donde hay que morir!
Sí, allí hay que irse a respirar, a soñar, a alargar las horas en lo infinito de las sensaciones. Un músico ha escrito la Invitación al vals; ¿quién será el que componga la invitación al viaje que pueda ofrecerse a la mujer amada, a la hermana de elección?
Sí, en aquella atmósfera daría gusto vivir; allá, donde las horas más lentas contienen más pensamientos, donde los relojes hacen sonar la dicha con más profunda y más significativa solemnidad.
En tableros relucientes o en cueros dorados con riqueza sombría, viven discretamente unas pinturas beatas, tranquilas y profundas, como las almas de los artistas que las crearon. Las puestas del Sol, que tan ricamente colorean el comedor o la sala, tamizadas están por bellas estofas o por esos altos ventanales labrados que el plomo divide en numerosos compartimientos. Vastos, curiosos, raros son los muebles, armados de cerraduras y de secretos, como almas refinadas. Espejos, metales, telas, orfebrería, loza, conciertan allí para los ojos una sinfonía muda y misteriosa; y de todo, de cada rincón, de las rajas de los cajones y de los pliegues de las telas se escapa un singular perfume, un vuélvete de Sumatra, que es como el alma de la vivienda.
Un verdadero país de Jauja, te digo, donde todo es rico, limpio y reluciente como una buena conciencia, como una magnífica batería de cocina, como una orfebrería espléndida, como una joyería policromada. Allí afluyen los tesoros del mundo, como a la casa de un hombre laborioso que mereció bien del mundo entero. País singular, superior a los otros, como lo es el Arte a la Naturaleza, en que ésta se reforma por el ensueño, en que está corregida, hermoseada, refundida.
¡Busquen, sigan buscando, alejen sin cesar los límites de su felicidad esos alquimistas de la horticultura! ¡Propongan premios de sesenta y de cien mil florines para quien resolviere sus ambiciosos problemas! ¡Yo ya encontró mi tulipán negro y mi dalia azul!
Flor incomparable, tulipán hallado de nuevo, alegórica dalia, allí, a aquel hermoso país tan tranquilo, tan soñador, es adonde habría que irse a vivir y a florecer, ¿no es verdad? ¿No te encontrarías allí con tu analogía por marco y no podrías mirarte, para hablar, como los místicos, en tu propia correspondencia?
¡Sueños! ¡Siempre sueños!, y cuanto más ambiciosa y delicada es el alma tanto más la alejan de lo posible los sueños. Cada hombre lleva en sí su dosis de opio natural, incesantemente segregada y renovada, y, del nacer al morir, ¿cuántas horas contamos llenas del goce positivo, de la acción bien lograda y decidida? ¿Viviremos jamás, estaremos jamás en ese cuadro que te pintó mi espíritu, en ese cuadro que se te parece?
Estos tesoros, estos muebles, este lujo, este orden, estos perfumes, estas flores milagrosas son tú. Son tú también estos grandes ríos, estos canales tranquilos. Los enormes navíos que arrastran, cargados todos de riquezas, de los que salen los cantos monótonos de la maniobra, son mis pensamientos, que duermen o ruedan sobre tu seno. Tú los guías dulcemente hacia el mar, que es lo infinito, mientras reflejas las profundidades del cielo en la limpidez de tu alma hermosa; y cuando, rendidos por la marejada y hastiados de los productos de Oriente, vuelven al puerto natal, son también mis pensamientos, que tornan, enriquecidos de lo infinito, hacia ti.

El juguete del pobre

Quiero dar idea de una diversión inocente. ¡Hay tan pocos entretenimientos que no sean culpables!
Cuando salgáis por la mañana con decidida intención de vagar por la carretera, llenaos los bolsillos de esos menudos inventos de a dos cuartos, tales como el polichinela sin relieve, movido por un hilo no más; los herreros que martillan sobre el yunque; el jinete de un caballo, que tiene un silbato por cola; y por delante de las tabernas, al pie de los árboles, regaládselos a los chicuelos desconocidos y pobres que encontréis. Veréis cómo se les agrandan desmesuradamente los ojos. Al principio no se atreverán a tomarlos, dudosos de su ventura. Luego, sus manos agarrarán vivamente el regalo, y echarán a correr como los gatos que van a comerse lejos la tajada que les disteis, porque han aprendido a desconfiar del hombre.
En una carretera, detrás de la verja de un vasto jardín, al extremo del cual aparecía la blancura de un lindo castillo herido por el sol, estaba en pie un niño, guapo y fresco, vestido con uno de esos trajes de campo, tan llenos de coquetería.
El lujo, la despreocupación, el espectáculo habitual de la riqueza, hacen tan guapos a esos chicos, que se les creyera formados de otra pasta que los hijos de la mediocridad o de la pobreza.
A su lado, yacía en la hierba un juguete espléndido, tan nuevo como su amo, brillante, dorado, vestido con traje de púrpura y cubierto de penachos y cuentas de vidrio. Pero el niño no se ocupaba de su juguete predilecto, y ved lo que estaba mirando:
Del lado de allá de la verja, en la carretera, entre cardos y ortigas, había otro chico, sucio, desmedrado, fuliginoso, uno de esos chiquillos parias, cuya hermosura descubrirían ojos imparciales, si, como los ojos de un aficionado adivinan una pintura ideal bajo un barniz de coche, lo limpiaran de la repugnante pátina de la miseria.
A través de los barrotes simbólicos que separaban dos mundos, la carretera y el castillo, el niño pobre enseñaba al niño rico su propio juguete, y éste lo examinaba con avidez, como objeto raro y desconocido. Y aquel juguete que el desharrapado hostigaba, agitaba y sacudía en una jaula, era un ratón vivo. Los padres, por economía, sin duda, habían sacado el juguete de la vida misma.
Y los dos niños se reían de uno a otro, fraternalmente, con dientes de igual blancura.

El crepúsculo de la noche

Va cayendo el día. Una gran paz llena las pobres mentes, cansadas del trabajo diario, y sus pensamientos toman ya los colores tiernos o indecisos del crepúsculo.
Sin embargo, desde la cima de la montaña llega hasta mi balcón, a través de las nubes transparentes del atardecer, un gran aullido, compuesto de una multitud de gritos discordes que el espacio transforma en lúgubre armonía, como de marea ascendente o de tempestad que empieza.
¿Quiénes son los infortunados a quien la tarde no calma, y toman, como los búhos, la llegada de la noche por señal de aquelarre? Este siniestro ulular nos llega del negro hospital encaramado en la montaña, y al atardecer, fumando y contemplando el reposo del valle inmenso erizado de casas en que cada ventana nos dice: «¡Aquí está la paz ahora; aquí está la alegría de la familia!», puedo, cuando el viento sopla de arriba, mecer mi pensamiento, asombrado en esa imitación de las armonías infernales.
El crepúsculo excita a los locos. Recuerdo que tuve dos amigos a quien el crepúsculo ponía malos. Uno, desconociendo entonces toda relación de amistad y cortesía, maltrataba como un salvaje al primero que llegaba. Le he visto tirar a la cabeza de un camarero un pollo excelente, porque se imaginó ver en él no sé que jeroglífico insultante. El atardecer, premisor de los goces profundos, le echaba a perder lo más suculento.
El otro, ambicioso herido, se iba volviendo, conforme bajaba la luz, más agrio, más sombrío, más reacio. Indulgente y sociable durante el día, era despiadado de noche; y no sólo con los demás, sino consigo mismo esgrimía rabiosamente su manía crepuscular.
El primero murió loco, incapaz de reconocer a su mujer y a su hijo; el segundo lleva en sí la inquietud de un malestar perpetuo, y aunque le gratificaran con todos los honores que pueden conferir repúblicas y príncipes, creo que el crepúsculo encendería en él aun el ansia abrasadora de distinciones imaginarias. La noche, que ponía tinieblas en su mente, trae luz a la mía; y, aunque no sea raro ver a la misma causa engendrar dos efectos contrarios, ello me tiene siempre lleno de intriga y de alarma.
¡Oh noche! ¡Oh refrescantes tinieblas! ¡Sois para mí señal de fiesta interior, sois liberación de una angustia! ¡En la soledad de las llanuras, en los laberintos pedregosos de una capital, centelleo de estrellas, explosión de linternas, sois el fuego de artificio de la diosa Libertad!
¡Crepúsculo, cuán dulce y tierno eres! Los resplandores sonrosados que se arrastran aún por el horizonte, como agonizar del día bajo la opresión victoriosa de su noche, las almas de los candelabros que ponen manchas de un rojo opaco en las últimas glorias del Poniente, los pesados cortinajes que corro una mano invisible de las profundidades del Oriente, inician todos los sentimientos complicados que luchan dentro del corazón del hombre en las horas solemnes de la vida.
Tomaríasele también por uno de esos raros trajes de bailarina en que la gasa transparente y sombría deja entrever los esplendores amortiguados de una falda brillante, como bajo el negro presente se trasluce el delicioso pasado, y las estrellas vacilantes de oro y de plata que la salpican representan esas luces de la fantasía que no se encienden bien sino en el luto profundo de la Noche.

La soledad

Un gacetillero filántropo me dice que la soledad es mala para el hombre; y en apoyo de su tesis cita, como todos los incrédulos, palabras de los padres de la Iglesia.
Sé que el Demonio frecuenta gustoso los lugares áridos, y que el espíritu del asesinato y de la lubricidad se inflama maravillosamente en las soledades. Pero sería posible que esta soledad sólo fuese peligrosa para el alma ociosa y divagadora, que la puebla con sus pasiones y con sus quimeras.
Cierto que un charlatán, cuyo placer supremo consiste en hablar desde lo alto de una cátedra o de una tribuna, correría fuerte peligro al volverse loco furioso en la isla de Robinsón. No exigiré a mi gacetillero las animosas virtudes de Crusoe; pero le pido que no entable acusación contra los enamorados de la soledad y del misterio.
Hay en nuestras razas parlanchinas individuos que aceptarían con menor repugnancia el suplicio supremo si se les permitiera lanzar desde lo alto del patíbulo una copiosa arenga, sin miedo de que los tambores de Santerre les cortasen intempestivamente la palabra.
No los compadezco, porque adivino que sus efusiones oratorias les procuran placeres iguales a los que otros sacan del silencio y del recogimiento; pero los desprecio.
Deseo, ante todo, que mi gacetillero maldito me dejo divertirme a mi gusto. «Pero ¿no siente usted nunca -me dice, en tono nasal archiapostólico- necesidad de compartir sus goces?» ¡Miren el sutil envidioso! ¡Sabe que desdeño los suyos y viene a insinuarse en los míos, el horrible aguafiestas!
«¡La desgracia grande de no poder estar solo!...» -dice en algún lado La Bruyère, como para avergonzar a todos los que corren a olvidarse entre la muchedumbre, temerosos, sin duda, de no poder soportarse a sí mismos.
«Casi todas nuestras desgracias provienen de no haber sabido quedarnos en nuestra habitación» -dice otro sabio, creo que Pascal, llamando así a la celda del recogimiento a todos los alocados que buscan la dicha en el movimiento y en una prostitución que llamaría yo fraternitaria, si quisiera hablar la hermosa lengua de mi siglo.

Los ojos de los pobres

¡Ah!, queréis saber por qué hoy os aborrezco. Más fácil os será comprenderlo, sin duda, que a mí explicároslo; porque sois, creo yo, el mejor ejemplo de impermeabilidad femenina que pueda encontrarse.
Juntos pasamos un largo día, que me pareció corto. Nos habíamos hecho la promesa de que todos los pensamientos serían comunes para los dos, y nuestras almas ya no serían en adelante más que una; ensueño que nada tiene de original, después de todo, a no ser que, soñándolo todos los hombres, nunca lo realizó ninguno.
Al anochecer, un poco fatigada, quisisteis sentaros delante de un café nuevo que hacía esquina a un bulevar, nuevo, lleno todavía de cascotes y ostentando ya gloriosamente sus esplendores, sin concluir. Centelleaba el café. El gas mismo desplegaba todo el ardor de un estreno, e iluminaba con todas sus fuerzas los muros cegadores de blancura, los lienzos deslumbradores de los espejos, los oros de las medias cañas y de las cornisas, los pajes de mejillas infladas arrastrados por los perros en traílla, las damas risueñas con el halcón posado en el puño, las ninfas y las diosas que llevaban sobre la cabeza frutas, pasteles y caza; las Hebes y las Ganimedes ofreciendo a brazo tendido el anforilla de jarabe o el obelisco bicolor de los helados con copete: la historia entera de la mitología puesta al servicio de la gula.
Enfrente mismo de nosotros, en el arroyo, estaba plantado un pobre hombre de unos cuarenta años, de faz cansada y barba canosa; llevaba de la mano a un niño, y con el otro brazo sostenía a una criatura débil para andar todavía. Hacía de niñera, y sacaba a sus hijos a tomar el aire del anochecer. Todos harapientos. Las tres caras tenían extraordinaria seriedad, y los seis ojos contemplaban fijamente el café nuevo, con una admiración igual, que los años matizaban de modo diverso.
Los ojos del padre decían: «¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso! ¡Parece como si todo el oro del mísero mundo se hubiera colocado en esas paredes!» Los ojos del niño: «¡Qué hermoso!, ¡qué hermoso!; ¡pero es una casa donde sólo puede entrar la gente que no es como nosotros!» Los ojos del más chico estaban fascinados de sobra para expresar cosa distinta de un gozo estúpido y profundo.
Los cancioneros suelen decir que el placer vuelve al alma buena y ablanda los corazones. Por lo que a mí toca, la canción dijo bien aquella tarde. No sólo me había enternecido aquella familia de ojos, sino que me avergonzaba un tanto de nuestros vasos y de nuestras botellas, mayores que nuestra sed. Volvía yo los ojos hacia los vuestros, querido amor mío, para leer en ellos mi pensamiento; me sumergía en vuestros ojos tan bellos y tan extrañamente dulces, en vuestros ojos verdes, habitados por el capricho e inspirados por la Luna, cuando me dijisteis: «¡Esa gente me está siendo insoportable con sus ojos tan abiertos como puertas cocheras! ¿Por qué no pedís al dueño del café que los haga alejarse?»
¡Tan difícil es entenderse, ángel querido, y tan incomunicable el pensamiento, aun entre seres que se aman!

La moneda falsa

Conforme nos alejábamos del estanco, mi amigo iba haciendo una cuidadosa separación de sus monedas; en el bolsillo izquierdo del chaleco deslizó unas moneditas de oro; en el derecho, plata menuda; en el bolsillo izquierdo del pantalón, un puñado de cobre, y, por último, en el derecho, una moneda de plata de dos francos que había examinado de manera particular:
«¡Singular y minucioso reparto!» -dije para mí.
Nos encontramos con un pobre que nos tendió la gorra temblando. Nada conozco más inquietador que la elocuencia muda de esos ojos suplicantes que tienen a la vez, para el hombre sensible que sabe leer en ellos, tanta humildad y tantas reconvenciones. Encuentra algo próximo a esa profundidad de asentimiento complicado en los ojos lacrimosos de los perros cuando se les azota.
El don de mi amigo fue mucho más considerable que el mío, y lo dije: «Hace bien; después del placer de asombrarse, no lo hay mayor que el de causar una sorpresa.» «Era la moneda falsa», me contestó tranquilamente, como para justificar su prodigalidad.
Pero en mi cerebro miserable, siempre ocupado en buscar lo que no se halla (¡qué abrumadora facultad me ha regalado la Naturaleza!), entró de repente la idea de que semejante conducta por parte de mi amigo sólo tenía excusa en el deseo de crear un acontecimiento en la vida de aquel infeliz, y quizá el de conocer las distintas consecuencias, funestas o no, que una moneda falsa puede engendrar en manos de un mendigo. ¿No podía multiplicarse en piezas buenas? ¿No podía llevarle asimismo a la cárcel? Un tabernero, un panadero, por ejemplo, le mandarían acaso detener por monedero falso, o como a expendedor de moneda falsa. También podría ocurrir que la moneda falsa fuese, para un pobre especulador insignificante, germen de la riqueza de algunos días. Y así mi fantasía progresaba, prestando alas a la mente de mi amigo y sacando todas las deducciones posibles de todas las hipótesis posibles.
Pero él rompió bruscamente mi divagación recogiendo mis propias palabras: «Sí, estáis en lo cierto; no hay placer más dulce que el de sorprender a un hombre dándole más de lo que espera.»
Le miré a lo blanco de los ojos y me quedé asustado al ver que en los suyos brillaba un incontestable candor. Entonces vi claro que había querido hacer al mismo tiempo una caridad y un buen negocio; ganarse cuarenta sueldos y el corazón de Dios; alcanzar económicamente el paraíso; lograr, en fin, gratis, credencial de hombre caritativo. Casi le hubiera perdonado el deseo del goce criminal de que le supuse capaz poco antes; me hubiera parecido curioso, singular, que se entretuviera en comprometer a los pobres; pero nunca le perdonaré la inepcia de su cálculo. No hay excusa para la maldad; pero el que es malo, si lo sabe, tiene algún mérito; el vicio más irreparable es el de hacer el mal por tontería.

El jugador generoso

Ayer, entre la muchedumbre del bulevar, sentí que me rozaba un ser misterioso que siempre tuve deseo de conocer, y a quien reconocí en seguida, aunque no le hubiese visto jamás. Había, sin duda, en él para conmigo un deseo análogo, porque al pasar me lanzó significativamente un guiño, al que me di prisa por obedecer. Le seguí con atención, y pronto bajé detrás de él a una mansión subterránea deslumbradora, en que brillaba un lujo del cual ninguna de las habitaciones superiores de París podría ofrecer ejemplo aproximado. Parecíame raro que hubiese podido yo pasar tan a menudo cerca de aquel misterioso cobijo sin adivinar su entrada. Reinaba allí una atmósfera exquisita, aunque de mareo, que casi hacía olvidar instantáneamente todos los fastidiosos horrores de la vida; respirábase allí una sombría beatitud, análoga a la que debieron de sentir los comedores de loto cuando, al desembarcar en una isla encantada, iluminada por los resplandores de una eterna prima tarde, sintieron nacer dentro de sí el sonido adormecedor de las cascadas melodiosas, el deseo de no volver a ver nunca sus penates, a sus mujeres, a sus hijos, y de no tomar nunca a mecerse en las altas olas del mar.
Había allí rostros extraños de hombres y de mujeres, señalados por una hermosura fatal, que me parecía haber ya visto en épocas y en países que no podía recordar exactamente, y antes me inspiraban fraternal simpatía que ese temor nacido de ordinario al aspecto de lo desconocido. Si intentara definir de un modo cualquiera la expresión singular de sus miradas, diría que nunca vi ojos en que más enérgicamente brillara el horror del hastío y el deseo inmortal de sentirse vivir.
Mi huésped y yo éramos ya, cuando nos sentamos, antiguos y perfectos amigos. Comimos y bebimos sin tasa toda clase de vinos extraordinarios, y lo que es más extraordinario aún, me pareció, después de varias horas, que yo no estaba más borracho que él. Sin embargo, el juego, placer sobrehumano, había interrumpido con diversos intervalos nuestras libaciones frecuentes, y tengo que deciros que me había jugado y perdido el alma, mano a mano, con una despreocupación y una ligereza heroicas. El alma es cosa tan impalpable, tan inútil a menudo, y en ocasiones tan molesta, que, al perderla, no sentí más que una emoción algo menor que si se me hubiera extraviado, yendo de paseo, una tarjeta de visita.
Fumamos largamente algunos cigarros cuyo sabor y aroma incomparables daban al alma la nostalgia de países y de venturas desconocidos, y embriagado de tantas delicias, me atreví, en un acceso de familiaridad que no pareció desagradarle, a exclamar, echando mano a una copa llena hasta el borde: «¡A vuestra salud, inmortal viejo Chivo!»
Hablamos también del Universo, de su creación y de su destrucción futura; de la idea grande del siglo, es decir, del progreso y de la perfectibilidad, y, en general, de todas las formas de la infatuación humana. Tratándose de esto, su alteza no agotaba las chanzas ligeras e irrefutables, expresándose con una suavidad de dicción y una tranquilidad en la chacota que no he visto nunca en ninguno de los más célebres conversadores de la Humanidad. Me explicó lo absurdo de las diferentes filosofías que se habían posesionado hasta entonces del cerebro humano, y hasta se dignó declararme, en confianza, algunos principios fundamentales cuyos beneficios y propiedad no me conviene compartir con nadie. No se quejó en lo más mínimo de la mala reputación de que goza en todas las partes del mundo; me aseguró que él, en persona, era el mayor interesado, en destruir la superstición, y llegó a confesarme que no había temido por su propio poder más que una vez sola, el día en que oyó decir desde el púlpito a un predicador más listo que sus cofrades: «Queridos hermanos, no olvidéis nunca, cuando oigáis elogiar el progreso de las luces, que la más bonita astucia del diablo está en persuadiros de que no existe.»
El recuerdo de aquel célebre orador nos llevó naturalmente al asunto de las academias; mi extraño huésped me afirmó que no tenía a menos, en muchos casos, inspirar la pluma, la palabra, la conciencia de los pedagogos, y que asistía siempre en persona, aunque invisible, a todas las sesiones académicas.
Animado por tantas bondades, le pedí noticias de Dios y le pregunté si le había visto recientemente. Me contestó con un despego matizado de alguna tristeza: «Nos saludamos si nos vemos; pero como dos caballeros ancianos que no hubieran conseguido apagar del todo el recuerdo de pasadas rencillas en una cortesía innata.»
Es dudoso que su alteza haya dado jamás audiencia tan larga a un simple mortal, y yo temía estar abusando. Por fin, cuando la trémula aurora blanqueaba los cristales, aquel famoso personaje, cantado por tantos poetas y servido por tantos filósofos, que, sin saberlo, trabajan por su gloria, me dijo: «Quiero que tenga buen recuerdo de mí, y voy a demostrarle que yo, de quien tan mal se habla, soy algunas veces un buen diablo, para servirme de una locución vulgar. En compensación por la pérdida irremediable de su alma, le doy la puesta que hubiese ganado si la suerte se hubiera declarado en favor suyo, es decir, la posibilidad de aliviar y de vencer, durante toda la vida, esa rara afección del hastío, fuente de todas vuestras enfermedades y de todos vuestros miserables progresos. Nunca formulará deseo que yo no le ayude a realizar; reinará sobre todos sus vulgares semejantes; tendrá buena provisión de halagos y aun de adoraciones; la plata, el oro, los diamantes, los palacios de magia saldrán a buscarle, y le rogarán que los acepte, sin que haya necesidad de esfuerzo para guardarlos; cambiará de patria y de país tan a menudo como su fantasía se lo ordene; se emborrachará de placeres, sin cansancio, en países encantadores donde siempre hace calor y donde las mujeres huelen tan bien como las flores, etcétera, etc... -añadió levantándose y despidiéndome con amable sonrisa.
Si no hubiera sido por temor a humillarme delante de tan numerosa asamblea, de buena gana hubiese yo caído a los pies del generoso jugador, para darle gracias por su munificencia inaudita., Pero, poco a poco, luego que le hube dejado, fue volviendo a mi seno la desconfianza incurable; no me atreví ya a creer en felicidad tan prodigiosa, y mientras me acostaba, rezando una vez más, por un resto de costumbre imbécil, repetíame medio dormido: «¡Dios mío! ¡Señor Dios mío! ¡Haced que el diablo me cumpla su palabra!»

El tirso

A Franz Liszt.
¿Qué es un tirso? Según el sentido moral y poético, es un emblema sacerdotal en manos de los sacerdotes o de las sacerdotisas que celebran a la divinidad, cuyos intérpretes y servidores son. Pero, físicamente, no es más que un palo, un sencillo palo, percha de lúpulo, rodrigón de viña, seco, duro y derecho. En derredor de ese palo, en meandros caprichosos, juegan como locos tallos y flores, sinuosas y huidizas éstas, inclinados aquéllos como campanas o copas vueltas del revés. Una gloria asombrosa mana de tal complejidad de líneas y de colores, tiernas o brillantes. ¿No se diría que la curva y la espiral hacen la corte a la línea recta, bailando en torno suyo con adoración muda? ¿No se diría que todas esas corolas delicadas, todos esos cálices, explosiones de aromas y de color, ejecutan un fandango místico en derredor del pelo hierático? ¿Y cuál es, sin embargo, el mortal imprudente que se atrevería a decidir si las flores y los pámpanos se han hecho para el palo, o si el palo no es más que el pretexto para mostrar la hermosura de pámpanos y flores? El tirso es la representación de vuestra asombrosa dualidad, maestro poderoso y venerando, caro bacante de la belleza misteriosa y apasionada. Jamás la ninfa exasperada por Baco invencible, sobre las cabezas de sus compañeras enloquecidas sacudió el tirso con tanto vigor y capricho como vos agitáis vuestro genio sobre los corazones de vuestros hermanos. El palo es vuestra voluntad recta, firme e inquebrantable; las flores son el paseo de vuestra fantasía en derredor de vuestra voluntad; es el elemento femenino que ejecuta en redor del macho sus prestigiosas piruetas. Línea recta y línea de arabesco, intención y expresión, rigidez de la voluntad, sinuosidad del verbo, unidad del propósito, variedad de los medios, amalgama todopoderosa o indivisible del genio, ¿qué analítico tendrá el detestable valor de dividiros y separaros?
¡Querido Liszt: a través de las brumas y más allá de los ríos, por encima de las ciudades en que los pianos cantan vuestra gloria y la imprenta traduce vuestro saber, dondequiera que os halléis vos, en los esplendores de la ciudad eterna o en las nieblas de los países soñadores consolados por Gambrinus, improvisando cantos de deleite o de dolor inefable o confiando al papel vuestras meditaciones abstrusas, cantor del placer y de la angustia eternos, filósofo, poeta y artista, yo os saludo en la inmortalidad!

Embriagaos

Hay que estar siempre borracho. Todo consiste en eso: es la única cuestión. Para no sentir la carga horrible del Tiempo, que os rompe los hombros y os inclina hacia el suelo, tenéis que embriagaros sin tregua.
Pero ¿de qué? De vino, de poesía o de virtud, de lo que queráis. Pero embriagaos.
Y si alguna vez, en las gradas de un palacio, sobre la hierba verde de un foso, en la tristona soledad de vuestro cuarto, os despertáis, diminuida ya o disipada la embriaguez, preguntad al viento, a la ola, a la estrella, al ave, al reloj, a todo lo que huye, a todo lo que gime, a todo lo que rueda, a todo lo que canta, a todo lo que habla, preguntadle la hora que es; y el viento, la ola, la estrella, el ave, el reloj, os contestarán: «¡Es hora de emborracharse! Para no ser esclavos y mártires del Tiempo, embriagaos, embriagaos sin cesar. De vino, de poesía o de virtud; de lo que queráis.»

Las ventanas

El que desde afuera mira por una ventana abierta, nunca ve tantas cosas como el que mira una ventana cerrada. No hay objeto más profundo, más misterioso, más fecundo, más tenebroso, más deslumbrador, que una ventana iluminada por una vela. Lo que se puede ver al sol, siempre es menos interesante que lo que pasa detrás de un vidrio. En aquel agujero negro o luminoso vive la vida, sueña la vida, padece la vida.
Mas allá de las olas de los tejados, veo una mujer, madura y arrugada ya, pobre, inclinada siempre sobre algo, sin salir nunca. Con su rostro, con su vestido, con su gesto, con casi nada, he reconstruido la historia de aquella mujer, o, mejor, su leyenda, y a veces me la cuento a mí mismo llorando.
Si hubiera sido un pobre viejo, yo hubiese reconstruido la suya con la misma facilidad.
Y me acuesto, orgulloso de haber vivido y padecido en seres distintos de mí.
Acaso me digáis: «¿Estás seguro de que tal leyenda sea la verdadera?» ¿Qué importa lo que pueda ser la realidad colocada fuera de mí si me ayudó a vivir, a sentir que soy y lo que soy?

El deseo de pintar

¡Desdichado tal vez el hombre, pero dichoso el artista desgarrado por el deseo!
Ardiendo estoy por pintar a la que tan raras veces se me apareció para huir tan de prisa, como una cosa bella que se ha de echar de menos tras el viajero arrebatado en la noche. ¡Cuánto tiempo hace ya que desapareció!
Es hermosa y más que hermosa: es sorprendente. Lo negro en ella abunda; y es nocturno y profundo cuanto inspira. Sus ojos son de astros en que centellea vagamente el misterio, y su mirada ilumina como el relámpago: es una explosión en las tinieblas.
La compararía a un sol negro si se pudiese concebir un astro negro capaz de verter luz y felicidad. Pero hace pensar más a gusto en la luna, que indudablemente la señaló con su temible influjo; no en la luna blanca de los idilios, semejante a una novia fría, sino en la luna siniestra y embriagadora, colgada del fondo de una noche de tempestad y atropellada por las nubes que corren; no en la luna apacible y discreta, visitadora del sueño de los hombres puros, sino en la luna arrancada del cielo, vencida y rebelde, a quien los brujos tesalios obligan duramente a danzar sobre la hierba aterrorizada.
En su estrecha frente moran la voluntad tenaz y el amor a la presa. Sin embargo, en la parte baja de ese rostro inquietador, donde las móviles aletas de la nariz aspiran lo desconocido y lo imposible, estalla, con gracia inexpresable, la risa de un boca grande, roja y blanca y deliciosa, que hace soñar en el milagro de una soberbia flor abierta en un terreno volcánico.
Hay mujeres que inspiran deseos de vencerlas o de gozarlas; pero ésta infunde el deseo de morir lentamente ante sus ojos.

Los beneficios de la Luna

La Luna, que es el capricho mismo, se asomó por la ventana mientras dormías en la cuna, y se dijo: «Esa criatura me agrada.»
Y bajó muellemente por su escalera de nubes y pasó sin ruido a través de los cristales. Luego se tendió sobre ti con la ternura flexible de una madre, y depositó en tu faz sus colores. Las pupilas se te quedaron verdes y las mejillas sumamente pálidas. De contemplar a tal visitante, se te agrandaron de manera tan rara los ojos, tan tiernamente te apretó la garganta, que te dejó para siempre ganas de llorar.
Entretanto, en la expansión de su alegría, la Luna llenaba todo el cuarto como una atmósfera fosfórica, como un veneno luminoso; y toda aquella luz viva estaba pensando y diciendo: «Eternamente has de sentir el influjo de mi beso. Hermosa serás a mi manera. Querrás lo que quiera yo y lo que me quiera a mí: al agua, a las nubes, al silencio y a la noche; al mar inmenso y verde; al agua informe y multiforme; al lugar en que no estés; al amante que no conozcas; a las flores monstruosas; a los perfumes que hacen delirar; a los gatos que se desmayan sobre los pianos y gimen como mujeres, con voz ronca y suave.
«Y serás amada por mis amantes, cortejada por mis cortesanos. Serás reina de los hombres de ojos verdes a quienes apreté la garganta en mis caricias nocturnas; de los que quieren al mar, al mar inmenso, tumultuoso y verde; al agua informe y multiforme, al sitio en que no están, a la mujer que no conocen, a las flores siniestras que parecen incensarios de una religión desconocida, a los perfumes que turban la voluntad y a los animales salvajes y voluptuosos que son emblema de su locura.»
Y por esto, niña mimada, maldita y querida, estoy ahora tendido a tus pies, buscando en toda tu persona el reflejo de la terrible divinidad, de la fatídica madrina, de la nodriza envenenadora de todos los lunáticos.

¿Cuál es la verdadera?

Conocí a una tal Benedicta, que llenaba la atmósfera de ideal y cuyos ojos derramaban deseo de grandeza, de hermosura, de gloria, de todo lo que lleva a creer en la inmortalidad.
Pero la milagrosa muchacha era bella en demasía para vivir mucho tiempo; así, murió algunos días después de haberla conocido yo, y yo mismo la enterré, un día en que la primavera agitaba su incensario hasta los cementerios. Yo fui quien la enterró, bien guardada en un féretro de madera perfumada, incorruptible como los cofres de la India.
Y como los ojos se me quedaran clavados en el lugar donde hundí mi tesoro, vi súbitamente una criaturilla que se parecía de modo singular a la difunta, y que, pisoteando la tierra fresca con violencia histérica y rara, decía soltando la risa: «¡La verdadera Benedicta soy yo! ¡Soy yo, valiente bribona! Y en castigo de tu locura y de tu ceguera, me querrás como soy.»
Pero yo, furioso, contesté: «¡No!, ¡no!, ¡no!» Y para acentuar mejor mi negativa, di tan fuerte golpe en la tierra con el pie, que la pierna se me hundió hasta la rodilla en la sepultura reciente, y, como lobo cogido en la trampa, sigo preso, tal vez para siempre, en la fosa de mi ideal.

Un caballo de raza

Es muy fea. ¡Y sin embargo, es deliciosa!
El Tiempo y el Amor la han señalado con sus garras y la han enseñado cruelmente lo que cada minuto y cada beso se llevan de juventud y de frescura.
Es verdaderamente fea; es hormiga, araña, si queréis hasta esqueleto: ¡pero también es brebaje, magisterio, hechizo! En suma, es exquisita.
No pudo el Tiempo romper la armonía chispeante de su andar y la elegancia indestructible de su armazón. El Amor no pudo alterar la suavidad de su hálito infantil, y el tiempo nada arrancó de su abundante crin que exhala en leonados perfumes toda la vitalidad endiablada del Mediodía francés: Nimes, Aix, Arles, Aviñón, Narbona, Tolosa, ¡ciudades benditas del sol, enamoradas y encantadoras!
En vano la mordieron con buenos dientes el Tiempo y el Amor; en nada amenguaron el encanto vago, pero eterno, de su pecho de doncel.
Gastada quizá, pero no fatigada, y siempre heroica, hace pensar en esos caballos de raza fina que los ojos del verdadero aficionado distinguen aunque vayan enganchados a un coche de alquiler o a un lento carromato.
¡Y es, además, tan dulce y ferviente! Quiere como se quiere en otoño; diríase que la proximidad del invierno prende en su corazón un fuego nuevo, y nada de fatigoso hubo jamás en lo servil de su ternura.

El espejo

Un hombre espantoso entra y se mira al espejo.
«¿Por qué se mira al espejo si no ha de verse en él más que con desagrado?»
El hombre espantoso me contesta: «Señor mío, según los principios inmortales del ochenta y nueve, todos los hombres son iguales en derechos; así, pues, tengo derecho a mirarme; con agrado o con desagrado, ello no compete más que a mi conciencia.»
En nombre del buen sentido, yo tenía razón, sin duda; pero, desde el punto de vista de la ley, él no estaba equivocado.

El Puerto

Un puerto es morada encantadora para un alma cansada de las luchas de la vida. La amplitud del cielo, la arquitectura móvil de las nubes, el colorido cambiante del mar, el centelleo de los faros, son prisma adecuado maravillosamente para distraer los ojos sin cansarlos nunca. Las formas esbeltas de los navíos de aparejo complicado, a los que la marejada imprime oscilaciones armoniosas, sirven para mantener en el alma el gusto del ritmo y de la belleza. Y además, sobre todo, hay una suerte de placer misterioso y aristocrático, para el que ya no tiene curiosidad ni ambición, en contemplar, tendido en la azotea o apoyado de codos en el muelle, todos los movimientos de los que se van y de los que vuelven, de los que tienen todavía fuerza para querer, deseo de viajar o de enriquecerse.

La sopa y las nubes

Mi amada locuela me invitaba a comer, y por la ventana abierta del comedor iba yo contemplando las movedizas arquitecturas que Dios hace con los vapores, las construcciones maravillosas de lo impalpable. Y me decía, a través de mi contemplación: «Todas esas fantasmagorías son casi tan bellas como los ojos de mi hermosa amada, la locuela monstruosa de ojos verdes.»
De pronto, sentí una violenta puñada en la espalda y oí una voz ronca y encantadora, una voz histérica y como enronquecida por el aguardiente, la voz de mi chiquilla amada, que decía «¿Cuándo acabas de comerte la sopa, o... mercader de nubes?»

El tiro y el cementerio

«A la vista del cementerio, Bebidas.» ¡Muestra singular -díjose nuestro paseante-, pero buena para excitar la sed! De fijo que el dueño de esta taberna sabe apreciar a Horacio y a los poetas discípulos de Epicuro Quizá hasta conoce el profundo refinamiento de los antiguos egipcios, para quien no había buen festín sin esqueleto o sin un emblema cualquiera de la brevedad de la vida.»
Y entró, se bebió un vaso de cerveza frente a las sepulturas y se fumó lentamente un cigarro. Luego tuvo la ocurrencia de bajar a aquel cementerio de hierba tan alta, tan invitadora, y en que reinaba un sol tan rico.
En efecto, la luz y el calor eran rabiosos y hubiérase dicho que el sol, ebrio, se revolcaba cuan largo era sobre una alfombra de flores magníficas, alimentadas por la destrucción. Un inmenso rumor de vida llenaba el aire -la vida de los infinitamente pequeños-, cortado a intervalos regulares por el crepitar de los disparos de un tiro próximo, que estallaban como la explosión de los tapones del champaña en el zumbido de una sinfonía con sordina.
Entonces, bajo el sol que le calentaba los sesos y en la atmósfera de los ardientes perfumes de la muerte, oyó que una voz cuchicheaba en la tumba donde se había sentado, y la voz decía: «¡Malditos vuestros blancos y vuestras escopetas, turbulentos vivos, que tan poco os cuidáis de los difuntos y de su divino reposo! ¡Malditas vuestras ambiciones, malditos vuestros cálculos, impacientes mortales, que venís a estudiar el arte de matar junto al santuario de la Muerte! ¡Si supierais cuán fácil de ganar es el premio, cuán fácil de tocar es la meta, y cómo todo es nada, menos la Muerte, no os fatigaríais tanto, laboriosos vivos, y menos a menudo vendríais a turbar el sueño de los que tanto tiempo ha dieron en el blanco, en el único blanco verdadero de la detestable vida!»

Extravío de aureola

-Pero, ¿cómo? ¿Vos por aquí, querido? ¡Vos en un lugar de perdición! ¡Vos, el bebedor de quintas esencias! ¡Vos, el comedor de ambrosía! En verdad, tengo de qué sorprenderme.
Querido, ya conocéis mi terror de caballos y de coches. Hace un momento, mientras cruzaba el bulevar, a toda prisa, dando zancadas por el barro, a través de ese caos movedizo en que la muerte llega a galope por todas partes a la vez, la aureola, en un movimiento brusco, se me escurrió de la cabeza al fango del macadán. No he tenido valor para recogerla. He creído menos desagradable perder mis insignias que romperme los huesos. Y además, me he dicho, no hay mal que por bien no venga. Ahora puedo pasearme de incógnito, llevar a cabo acciones bajas y entregarme a la crápula como los simples mortales. ¡Y aquí me tenéis, semejante a vos en todo, como me estáis viendo!
-Por lo menos deberíais poner un anuncio de la aureola, o reclamarla en la comisaría.
-No, a fe mía. Me encuentro bien aquí. Vos sólo me habéis reconocido. Por otra parte, la dignidad me aburre. Luego, estoy pensando con alegría que algún mal poeta la recogerá y se la pondrá en la cabeza impúdicamente. ¡Qué gozo hacer a un hombre feliz! ¡Y, sobre todo, feliz al que me dé risa! ¡Pensad en X o en Z! ¡Vaya! ¡Sí que va a ser gracioso!

¡Matemos a los pobres!

Durante quince días me recluí en la habitación, rodeado de los libros de moda entonces -hará diez y seis o diez y siete años-; quiero decir de los libros en que se trata del arte de hacer a los pueblos dichosos, buenos y ricos en veinticuatro horas. Había, pues, digerido -es decir, tragado- todas las elucubraciones de esos contratistas de la felicidad pública de los que aconsejan a todos los pobres que se hagan esclavos y de los que llegan a persuadirles de que todos son reyes destronados-. No habrá de causar sorpresa que estuviese yo entonces en una disposición de espíritu cercana del vértigo o de la estupidez.
Únicamente me había parecido que sentía, confinado en el fondo de mi intelecto, el germen obscuro de una idea superior a todas las fórmulas de buena mujer, cuyo diccionario había recorrido yo no hacía mucho. Pero no era más que la idea de una idea, algo infinitamente vago.
Y salí con una gran sed. Porque el gusto apasionado de las malas lecturas engendra una necesidad en proporción de aire libre y de refrescos.
A punto de entrar en la taberna, un mendigo me alargó el sombrero, con una de esas miradas inolvidables que derribarían tronos si el espíritu moviese la materia y si los ojos de un magnetizador hiciesen madurar las uvas.
Al mismo tiempo oí una voz que me cuchicheaba al oído, una voz que reconocí perfectamente: era la de un Ángel bueno o la de un Demonio bueno, que a todas partes me acompaña. Puesto que Sócrates tenía su Demonio bueno, ¿por qué no había yo de tener mi Ángel bueno, y por qué no tendría, como Sócrates, el honor de alcanzar mi certificado de locura, firmado por el sutil Lélut y por el avispado Baillarger?
Esta diferencia existe entre el Demonio de Sócrates y el mío; que el de Sócrates no se le manifestaba sino para defender, avisar o impedir, y el mío se digna aconsejar, sugerir, persuadir. El pobre Sócrates no tenía más que un Demonio prohibitivo; el mío es gran afirmador, el mío es Demonio de acción, Demonio de combate.
Su voz, pues, me cuchicheaba esto: «Sólo es igual a otro quien lo demuestra, y sólo es digno de libertad quien sabe conquistarla.»
Inmediatamente me arrojé sobre mi mendigo. De un solo puñetazo le hinché un ojo, que en un segundo se volvió del tamaño de una pelota. Me partí una uña al romperle dos dientes, y como no me sentía con fuerza bastante, porque soy delicado de nacimiento y me he ejercitado poco en el boxeo, para matar al viejo con rapidez, le cogí con una mano por la solapa del vestido, le agarré del pescuezo con la otra y empecé a sacudirle vigorosamente la cabeza contra la pared. He de confesar que antes había inspeccionado los alrededores en una ojeada, para comprobar que en aquel arrabal desierto me encontraba, por tiempo bastante largo, fuera del alcance de todo agente de policía.
Como en seguida, de un puntapié en la espalda, bastante enérgico para romperle los omoplatos, acogotara al débil sexagenario, me apoderé de una gruesa rama que estaba caída y le golpeé con la energía obstinada de los cocineros que quieren ablandar un biftec.
De repente -¡Oh milagro!, ¡oh goce del filósofo que comprueba lo excelente de su teoría!- vi que la vieja armazón de huesos se volvía, se levantaba con energía, que nunca hubiera sospechado yo en máquina tan descompuesta, y con una mirada de odio que me pareció de buen agüero, el decrépito malandrín se me echó encima, me hinchó ambos ojos, me rompió cuatro dientes, y con la misma rama me sacudió leña en abundancia. Con mi enérgica medicación le había devuelto el orgullo y la vida.
Hícele señas entonces, para darle a entender que yo daba por terminada la discusión, y, levantándome tan satisfecho como un sofista del Pórtico, le dije: «¡Señor mío, es usted igual a mí! Concédame el honor de compartir conmigo mi bolsa; y acuérdese, si es filántropo de veras, que a todos sus colegas, cuando la pidan limosna, hay que aplicarles la teoría que he tenido el dolor de ensayar en sus espaldas.»
Me juró que se daba cuenta de mi teoría y que sería obediente a mis consejos.

Los perros buenos

A M. Joseph Stevens.
Nunca me avergoncé, ni aun delante de los escritores jóvenes de mi siglo, de admirar a Buffon; mas hoy no he de llamar en mi ayuda al alma de ese pintor de la Naturaleza pomposa. No.
De más buena gana me dirigiría a Sterne, para decirle: «¡Baja del Cielo, o sube hasta mí de los Campos Elíseos, para inspirarme en favor de los perros buenos, de los pobres perros, un canto digno de ti, sentimental, bromista, bromista incomparable! Vuelve a horcajadas en el asno famoso que te acompaña siempre en la memoria de la posteridad; y, sobre todo, que no se lo olvide al asno traer, delicadamente suspenso entre sus labios, el inmortal macarrón!»
¡Atrás la musa académica! Nada quiero con semejante vieja gazmoña. Invoco a la musa familiar, a la ciudadana, a la viva, para que me ayude a cantar a los perros buenos, a los pobres perros, a los perros sucios, a los que todos echan, como a pestíferos y piojosos, excepto el pobre con quien se han asociado y el poeta que los mira con ojos fraternos.
¡Malhaya el perro hermosote, el gordo cuadrúpedo, danés, king-charles, dogo o faldero, tan encantado consigo mismo, que se lanza indiscretamente a las piernas o a las rodillas del visitante, como si estuviera seguro de agradar, turbulento como un niño, necio como una loreta, a veces arisco e insolente como un criado! ¡Malhayan sobre todo esas serpientes de cuatro patas, temblorosas y desocupadas, que se llaman galgos, y que ni siquiera dan albergue en su hocico puntiagudo al suficiente olfato para seguirle la pista a un amigo, ni en la cabeza plana la inteligencia bastante para jugar al dominó!
¡A la perrera todos esos aburridos parásitos!
¡Vuélvanse a la perrera sedosa y mullida! Yo canto al perro sucio, al perro pobre, al perro sin domicilio, al perro corretón, al perro saltimbanqui, al perro cuyo instinto, como el del pobre, el del gitano y el del histrión, está maravillosamente aguijado por la necesidad, madre tan buena, verdadera patrona de las inteligencias!
Canto a los perros calamitosos, ya sean de los que van errantes, solitarios, por los barrancos sinuosos de las inmensas ciudades, ya de los que dijeron al hombre abandonado con ojos pestañeantes e ingeniosos: «Llévame contigo, y con nuestras dos miserias haremos acaso una especie de felicidad.»
«¿Adónde van los perros? -decía, años ha, Néstor Roqueplán en un folletón inmortal que ha olvidado sin duda, y del cual puede ser que sólo Sainte-Beuve y yo nos acordemos hoy todavía.»
¿Adónde van los perros, preguntáis, hombres sin atención? Van a sus quehaceres.
Citas de negocios, citas de amor. A través de la bruma, a través de la nieve, a través del barro, bajo la canícula que muerde, bajo la lluvia que chorrea, van, vienen, trotan, pasan por debajo de los coches, excitados por las pulgas, la pasión, la necesidad o el deber. Como nosotros, se levantaron de mañanita y se buscan la vida o corren a sus quehaceres.
Los hay que duermen en una ruina de suburbio, y vienen, un día y otro, a hora fija, a reclamar la espórtula a la entrada de una cocina del Palais Royal; otros que acuden en tropel, desde más de cinco leguas, para compartir la comida que les preparó la caridad de ciertas doncellas sexagenarias, que entregan a los animales el corazón desocupado, porque los hombres ya no lo quieren.
Otros que, como negros cimarrones, enloquecidos de amor, dejan en ciertos días su vivienda para venir a la ciudad a corretear durante una hora en derredor de una perra guapa, algo negligente de su tocado, pero altanera y agradecida.
Y todos son puntualísimos, sin cuadernos, notas ni carteras.
¿Conocéis; Bélgica, la perezosa, y habéis admirado, como yo, a esos perros vigorosos enganchados a la carretilla de los carniceros, de la lechera, del panadero, y que demuestran con sus ladridos triunfantes el placer orgulloso que sienten al rivalizar con los caballos?
¡Mirad ahora a dos que pertenecen a un orden más civilizado todavía! Permitidme que os introduzca en el cuarto del saltimbanqui ausente. Una cama, de madera pintada, sin cortinas; unas mantas que arrastran, mancilladas por las chinches; dos sillas de paja, una estufa de hierro, uno o dos instrumentos de música, descompuestos. ¡Qué triste mobiliario! Pero mirad, os lo ruego, aquellos dos personajes inteligentes, vestidos con trajes a la vez raídos y suntuosos, con gorros de trovador o de militar, que vigilan con atención de brujos la obra sin nombre puesta a cocer en la estufa encendida, con una larga cuchara en medio, que se yergue, plantada como uno de esos mástiles anuncio de edificio terminado.
¿No será justo que comediantes tan celosos no se pongan en camino sin echarse al estómago el lastre de una sopa fuerte y sólida? ¿Y no perdonaréis un poco de sensualidad a esos pobretes, que han de afrontar todo el día la indiferencia del público y las injusticias de un director, que se toma la parte más abultada y se come él solo más sopa que cuatro comediantes?
¡Cuántas veces contemplé, sonriente y enternecido, a todos esos filósofos de cuatro patas, esclavos complacientes, sumisos o abnegados, que e l diccionario de la República podría calificar igualmente de oficiosos, si la República, harto ocupada de la felicidad de los hombres, tuviese tiempo para respetar el honor de los perros!
¡Y cuántas veces he pensado que habrá tal vez en alguna parte -¡quién sabe, después de todo!-, para recompensar tantos ánimos, tanta paciencia y labor, un paraíso especial para los perros buenos, para los pobres perros, para los perros sucios y desolados! ¡Swedenborg afirma que hay uno para los turcos y otro para los holandeses!
Los pastores de Virgilio y de Teócrito esperaban, en premio de sus cantos alternativos, un buen queso, una flauta del mejor artífice o una cabra de tetas hinchadas. El poeta que ha cantado a los pobres perros tuvo por recompensa un hermoso chaleco, todo de un color, rico y marchito a la vez, que hace pensar en los soles de otoño, en la belleza de las mujeres maduras y en los veranillos de San Martín.
Ninguno de los presentes en la taberna de la calle de Villa-Hermosa olvidará la petulancia con que el pintor se despojó del chaleco en favor del poeta; también comprendió que era bueno y honrado cantar a los pobres perros.
Tal un magnífico tirano italiano, del buen siglo, ofrecía al divino Aretino ya una daga con ornato de pedrería, ya un manto de corte, a cambio de un precioso soneto o de un curioso poema satírico.
Y cuantas veces el poeta se pone el chaleco del pintor, se ve obligado a pensar en los perros buenos, en los perros filósofos, en los veranillos de San Martín y en la belleza de las mujeres muy maduras.

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