FERNANDO HENRIQUE CARDOSO
Cuando me empeñé, durante los años 90, en hacer reformas y modernizar la estructura productiva de Brasil, tanto de las empresas privadas como de las estatales, no lo hice por caprichos o por subordinación ideológica. Se trataba, pura y simplemente, de adecuar la producción brasileña y el desempeño del Gobierno a los nuevos tiempos (sin discutir si son buenos o malos, mejores o peores que las experiencias del pasado).
Eran, como lo son aún, tiempos de globalización impulsados por nuevas tecnologías de comunicación e información, como internet, y por los avances en los medios de transporte, como los buques portacontenedores, que permitieron maximizar los factores productivos a escala mundial. La producción se repartió por todo el mundo, con independencia del país de origen del capital. Los mecanismos financieros englobaron todos los mercados, interconectados por las computadoras.
En las nuevas condiciones mundiales, o Brasil se integraba competitiva y autónomamente en los flujos productivos del mercado o perecía en el aislamiento y la desventaja competitiva, por atraso tecnológico y por ineficiencia pública.
Las privatizaciones fueron solo una parte del proceso modernizador, tan importante como lo fue el cambio del sector productivo estatal. El objetivo era transformar las empresas estatales en compañías públicas, sometidas a reglas de administración, fuera del control de los intereses político-partidistas, capaces de competir en el mercado y de beneficiarse de su dinámica.
El alboroto de la oposición, con Luiz Inácio Lula da Silva y su Partido de los Trabajadores (PT) a la cabeza, fue enorme. Acusaba al Gobierno de seguir políticas `neoliberales´ y de haberse sometido al `consenso de Washington´. A cada licitación pública para la exploración de un campo de petróleo llovían protestas y movilizaciones de ‘organizaciones populares’, así como acciones judiciales para paralizar las decisiones.
Con igual o mayor vigor, la oposición y los sectores de la sociedad que todavía no se daban cuenta de las transformaciones por las que estaba pasando la economía global, protestaban contra las concesiones de servicios públicos, como en el caso de la telefonía, y llegaban a la desesperación cuando se trataba de privatizar una empresa como la Vale do Rio Doce, que era una de las compañías mineras más grandes del mundo, o las siderúrgicas (que, ¡ay!, fueron privatizadas en los gobiernos de los presidentes José Sarney e Itamar Franco.
Se alegaba que las empresas se malbarataban y vendían a precios irrisorios. En realidad, en el caso de la telefonía, se vendió un 20% de sus acciones, que garantizaban su control, por 22 billones de reales, precio que superó el valor mínimo establecido. Además, la privatización permitió un gran volumen de inversiones en los siguientes años, sin faltar el salto tecnológico y el aumento de producción que rindieron las privatizaciones al país. Por ejemplo, pasamos de 2 millones de teléfonos celulares en los 90 a 260 millones hoy.
Se decía que las privatizaciones reducirían el número de empleos, cuando hubo una expansión laboral extraordinaria. Que la compañía Vale estaba siendo entregada a cambio de nada, cuando fue difícil encontrar participantes en la licitación porque su valor, en esa época, parecía elevado. Y si hoy vale billones es porque hubo inversiones y acción empresarial competente (digamos de paso que, en impuestos, Vale paga hoy mucho más de lo que pagaba en dividendos cuando era una estatal).
Todo eso se suspendió a partir del Gobierno del presidente Lula da Silva, en su afán de mantener el estigma de ‘vendedor del patrimonio nacional’ y neoliberal sobre el Gobierno anterior.
Nada de concesiones, privatizaciones o modernizaciones que olieran a globalización. Cuando los vientos del mundo favorecieron la valorización de las mercancías agrominerales, gracias a China, y hubo abundancia de dólares, la máquina económica echó a andar a todo vapor y creó la ilusión de que bastaba con expandir el crédito, bajar los intereses e incentivar el consumo para que el PIB creciera y se generalizara el bienestar.
La crisis financiera global de 2007 a 2009 le dio al Gobierno de Lula da Silva la oportunidad, bien aprovechada, de hacer políticas anticíclicas con resultados positivos. Pero una vez terminados los efectos de la crisis, los gobiernos de Lula da Silva y de la presidenta Dilma Rousseff hicieron una lectura errónea. Estaba dada la licencia para enterrar el pasado reciente de los años 1990 y adherirse sin embozos al populismo económico: más Estado, más impuestos, menos intereses, más salarios, más consumo y al diablo con las concesiones y las modernizaciones, al diablo con el papel regulador del Estado -a través de sus agencias– en relación con el mercado.
Pero no dio para más. El Gobierno de Rousseff, presionado por las dificultades de hacer funcionar la maquinaria pública y por la sociedad que exigía servicios de mayor calidad, redescubrió las concesiones (¡ah!, pero no son privatizaciones, dicen, como si se hubiera hecho otra cosa con las telefónicas...). Y las hizo pero mal hechas: poco dinero privado y mucho crédito público.
Ahora se da cuenta de los malos resultados producidos por la recuperación de las empresas estatales por los partidos, como se ve en la compañía de Petróleo Brasileño, S.A. (Petrobras) y en la Caja Económica Federal, así como en el uso abusivo del Banco Nacional de Desarrollo Económico y Social. E incluso hubo una pérdida millonaria de recursos, se crearon nuevos "esqueletos" (deudas no reconocidas públicamente) y contabilidades creativas impuestas para esconder las transferencias de recursos no declaradas en el presupuesto.
Expresidente de Brasil