JUAN RAMÓN RALLO
La práctica totalidad de la población coincide en que la enseñanza es uno de los pilares del Estado de Bienestar. Hablar de una privatización de la educación que vaya más allá del cheque escolar parece ser un tema tabú, incluso para los liberales. Sin embargo, la teoría económica permite comprender por qué no sólo es recomendable sino imprescindible para el desarrollo que la enseñanza, especialmente la superior/universitaria, sea completamente privada.
Lo esencial es tener claro qué debe ser y qué no debe ser la enseñanza universitaria. Por resumirlo, la universidad debe convertirse en una empresa cuyo propósito sea el de fabricar o proveer un bien de capital harto concreto y específico: el llamado capital humano muy especializado. La universidad no debe ser un foro público para adquirir una formación general un tanto más profunda que la proporcionada por la enseñanza secundaria y que nos convierta en buenos ciudadanos. O, al menos, no debe ser eso si luego pretendemos que esos años de carrera lectiva nos sirvan para lograr un sobresueldo en el mercado laboral.
Por consiguiente, la universidad produce capital humano, esto es, inocula a sus clientes/estudiantes una serie de conocimientos teórico-prácticos que, con posterioridad, deberían permitirles producir en el mercado una mayor cantidad de bienes y servicios que otros agentes sin esa formación: el capital humano debe servir para incrementar la productividad de los trabajadores y, por tanto, lograr sueldos más elevados.
El capital humano, pues, es un bien de capital más, con todo lo que ello entraña: su valor depende de su capacidad para generar bienes económicos valiosos dentro de un plan empresarial en el que deberá coordinarse y complementarse con otros bienes de capital. Los sobresueldos (o los beneficios extraordinarios, si el estudiante se vuelve autónomo) son precisamente la remuneración de ese bien de capital, como los dividendos lo son de las acciones o los intereses de la renta fija. Y el sobresueldo podrá pagarse si un trabajador que dispone de un cierto capital humano es más productivo dentro de un determinado plan empresarial que otro trabajador que carece de ese capital humano.
La tarea de las universidades no es nada sencilla. En cierto modo, cabe reputarlos como centros productivos de una enorme complejidad: su materia prima es un conocimiento tremendamente especializado –pensemos en la cantidad de licenciaturas y de maestrías que existen dentro de éstas– que año a año queda desfasado por el avance de la ciencia, por el eventual cambio de gustos de los consumidores y por las nuevas metodologías docentes. Sus clientes, los estudiantes, tienen que recibir una formación puntera (pues, en caso contrario, saldrán al mercado laboral y serán desplazados por otros trabajadores mejor adiestrados), que esté adaptada a las necesidades del consumidor (pues, en caso contrario, no habrá empresarios que quieran incorporarlos a sus planes de negocio abonándoles un sobresueldo) y que les sea lo más inteligible posible (pues, si no, todos los esfuerzos docentes serán en vano).
No se trata sólo, por tanto, de formar a los mejores arquitectos –o ingenieros, o economistas o juristas– posibles desde un punto de vista técnico, sino también a aquellos que sepan diseñar las construcciones que vayan más en consonancia con los gustos de los consumidores (o quizá, si hay exceso de construcciones y arquitectos, lo acertado sea no formar a ningún arquitecto). Los conocimientos que adquieren, en definitiva, no han de ser útiles para la formación personal y humana del alumno o para el avance en abstracto de la ciencia –para lo cual puede haber otros centros adscritos a la universidad que realimenten la labor de la docencia–, sino para el consumidor, que al final es quien le pagará el sobresueldo al estudiante.
Así las cosas, un capital humano que no cumpla con estos tres requisitos –excelencia técnica y adaptación a las necesidades del consumidor que permita lograr un sobresueldo en el mercado– puede considerarse una mala inversión, equiparable a la de un promotor inmobiliario que en el auge de una burbuja del ladrillo siguiera construyendo más y más viviendas que luego no ha podido colocar a buen precio.
La cuestión es si la universidad pública puede proveer un capital humano que no sea en general un cúmulo de malas inversiones o si, por el contrario, el buen capital humano sólo podrá gestarse en centros universitarios privados sometidos a la competencia del mercado y a la ausencia de regulación del sector público.
Existen razones que afectan tanto a la oferta –a la manera que tienen las universidades de funcionar y enseñar– como a la demanda –a la cantidad y calidad de estudios que desean contratar los estudiantes– para concluir que, como en cualquier otro centro productivo especializado, es imprescindible que la universidad esté sometida por entero a la competencia propia del libre mercado.
Entre las de oferta, la universidad debe ser suficientemente flexible como para adaptar su conocimiento técnico y sus métodos docentes a las muy cambiantes necesidades del mercado (de las empresas y de los consumidores). El profesorado –y la organización de éste dentro de la universidad– ha de estar sometida a una reelaboración continuo; una flexibilidad que sólo puede lograrse no a golpe de planificación central y de planes quinquenales, sino merced a la presión competitiva de otras universidades más eficientes que pueden terminar desplazando a las menos eficientes. Es necesario que los modelos educativos que queden desfasados puedan desaparecer y no se eternicen gracias a la teta del presupuesto público; para lo cual resulta a su vez necesario que los empresas y la administración puedan discriminar entre los títulos de distintas universidades según su calidad: una licenciatura en una universidad puntera no puede ser equiparable a una licenciatura de una universidad deficiente.
Por lo que respecta a la demanda, nunca olvidemos que la enseñanza universitaria es una inversión en un activo llamado capital humano y cuya rentabilidad es el sobresueldo que cosecha el trabajador. Si reputaríamos absurdo que el Estado nos concediera a todos (o, más bien, a unos cuantos adolescentes) un cheque de, por ejemplo, 20.000 euros para que todos pudiésemos poseer una cartera de acciones bursátiles (¡y no sólo los ricos ahorradores!), deberíamos considerar igualmente absurdo que el Estado subvencionara la demanda de lo que es, repito, una inversión en un activo muy específico y especializado como es el capital humano.
¿Y por qué es absurdo? Para empezar, porque los costes se socializan (todos los contribuyentes sostienen la universidad pública) pero los beneficios se privatizan (los sobresueldos percibidos por cada trabajador). Se puede pensar que un sistema fiscal progresivo contrarresta este hecho (paga más quien más gana), pero no olvidemos que no todos quienes obtienen un sobresueldo tienen que obtenerlo por gozar de estudios universitarios… ni todos los que gocen de estudios universitarios tienen por qué obtener un sobresueldo ni tampoco obtenerlo en virtud de ese título. Por tanto, el sistema fiscal progresivo es una manera muy torpe e injusta de contrarrestar la socialización de los costes y la privatización las ganancias.