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FERNANDO MOLINA

Para el ex ministro de Hacienda colombiano, Juan Carlos Echeverri, la felicidad económica es “vender caro lo que se produce y comprar barato lo que se consume”, una situación que América Latina consideraba imposible en la década de los años 70 (en opinión de los “teóricos de la dependencia”), pero de la que la región se viene beneficiando ya por una década. Pero cuidado -ha alertado la directora de la CEPAL-, porque la felicidad no dura para siempre.

Alicia Bárcena actuó hace poco en La Habana como una intelectual antes que como una diplomática: dijo lo que por estos días nadie quiere oír, esto es, que el modelo de desarrollo latinoamericano, del que todos los gobiernos se felicitan efusivamente, no es sostenible. “Hay gente que habla de la ‘década de América Latina’, pero yo recomendaría tener cuidado”, dijo la secretaria ejecutiva de la Comisión Económica de las Naciones Unidas para América Latina. Un llamado que probablemente no logrará desinflar los hinchados ánimos de las autoridades económicas, que suponen que son ellas las que han descubierto cómo “vender caro lo que se produce y comprar barato lo que se consume”, es decir, la piedra filosofal de la economía.

Para los demás está claro que el alto precio de las materias primas y la baratura de los productos industriales es el resultado de un fenómeno objetivo, una suerte de trastorno social, que muy pocos predijeron (los latinoamericanos, desde luego, no lo hicimos), y que ahora afecta al mundo entero, aunque de maneras muy distintas: tiene acorralados a los países desarrollados y, por una vez, nos está beneficiando a nosotros. Así que la habilidad de nuestros líderes debe testearse con lo que éstos han sido capaces de hacer con este “regalo de la historia”, y no con las cifras del comercio exterior, que cada año les resultan buenas incluso a los más negligentes.

(Sin embargo, digamos entre paréntesis que esta situación no se mantendrá indefinidamente. Chile acaba de reportar que en 2012 sus ingresos mineros contribuyeron a sus ingresos totales 4% menos de lo que lo hicieron en 2011. Y Chile no está entre los más negligentes. La piedra filosofal, como es sabido, no existe).

¿Qué es lo que hemos hecho los latinoamericanos en estos diez años de bonanza? Aquí las palabras de Bárcena suenan más irritantes que nunca. Hemos ampliado el consumo, ha dicho, lo que ha beneficiado a los sectores populares (y, añadamos, a los gobiernos que han tenido la suerte de corresponder con estos tiempos), pero no hemos cambiado la estructura económica de nuestros países. ¿Qué significa esto? Que las nuevas necesidades de consumo están siendo satisfechas con importaciones, no con producción propia –se trata de una prosperidad superficial: dinero que vine y se va-; y que los empresarios están ganando mucho más de lo que invierten, esto es, que una parte del capital que hemos recibido, al final, se volverá a ir.

En suma, no estamos aprovechando bien el tiempo de vacas gordas y probablemente lo lamentemos cuando las vacas cambien de peso. Ahora bien, ¿por qué no hemos podido hacerlo? Las respuestas son varias y a veces contradictorias entre sí. La verdad es que nadie lo sabe a ciencia cierta. Una de las razones más importantes, sin embargo, es sin duda la desigualdad social del continente, en el que el 10% más rico se apropia de un tercio de la riqueza, y el 40% más pobre produce sólo el 15% de ésta. Obviamente no son condiciones muy buenas para la inversión (y sí, en cambio, para la revolución). El pasado coge al presente por el tobillo y le impide avanzar.

También tiene su parte en el problema la falta de instituciones confiables, permanentes, que impulsen a los emprendedores a hacer negocios que trasciendan el boom de las materias primas. Instituciones que nos faltan por carencias de educación (aunque la educación también es una institución), y sobre todo por la mentalidad colectiva que hemos heredado, y que oscila entre un extremo conservadurismo y un progresismo “a lo bruto”: por eso en Latinoamérica se resiste cualquier cambio, incluso los más necesarios como los que se necesita para equilibrar la escala de clases sociales o en cambio se lo quiere cambiar todo, creando desconfianza en la sociedad y, por tanto, alimentando la fuga de capitales y cerebros.

¿Qué hacer? Dejar de jactarse, en primer lugar; dejar de despilfarrar, como si el dinero nos sobrara, y tomar las decisiones necesarias, aunque sus frutos no se vean más que en el largo plazo.

Fernando Molina es periodista y escritor.

Tomado de paginasiete.bo