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CARLOS HERRERA

Que los gobernantes no entiendan cual es la fuente de la riqueza de los pueblos y crean que la repartija de los ingresos es su única y más importante misión, resulta siempre funesto para los países.

La verdadera fuente de riqueza de un país es la actividad empresarial, es decir, el trabajo que miles de grandes y pequeños emprendedores realizan todos los días, desde que amanece. Ellos son los verdaderos artífices de los bienes y servicios que ofertan los pueblos, y son, por lo tanto, los generadores del dinero que circula en la sociedad. Esto por supuesto no quiere decir que los trabajadores no sean importantes en la economía de los pueblos, sino más bien lo contrario, porque una empresa es un cuerpo que incluye a dueños y trabajadores. Cuidarlos a ellos y sus negocios sí es una de las mayores responsabilidades de los gobiernos.

Lo anterior viene a cuento porque los gobiernos populistas de izquierda, le han hecho creer a la gente, que la actividad privada no es tan importante como la desarrollada por las empresas estatales que ellos gestionan. Acusan a la empresa privada de explotar a sus trabajadores y de no poder absorber toda la mano de obra desocupada, y por eso alientan la creación de empresas estatales que luego de un tiempo (a causa de la ineptitud de la gestión pública)  tienen que ser financiadas y sostenidas con dineros públicos, es decir, con el aporte de todos.

Pues bien, tal discurso es absolutamente mentiroso. No hay país moderno que no sea el resultado del trabajo de su gente. No es la política la que hace países grandes (como difunde malintencionadamente la izquierda mundial) sino el trabajo de la gente, que se materializa en los descubrimientos científicos, la innovación en las fábricas y la creación de nuevos bienes y servicios. Eso es lo que hace grandes a los países y todo eso no se hace sino en las empresas. Y por eso mismo es malísimo que los países no fortalezcan y diversifiquen su aparato productivo, porque no sólo pierden plata, pierden también la oportunidad de subirse al tren de la modernidad.

¿Qué es un país moderno? Varias cosas, pero lo esencial es que los países modernos tienen niveles de vida más altos que los que no lo son. Esto es, consumen más, tienen una mejor educación, son capaces de producir más y tienen mayores ingresos que los otros, lo que les permite una vida más cómoda y de mejor calidad. Son mucho más que todo eso, por supuesto, porque son también Estados organizados en torno a las ideas de derechos individuales y sometimiento del Poder Público a los cánones constitucionales, pero en esencia son países que entienden correctamente cual es la verdadera fuente del bienestar material en el mundo actual.

¿Entendemos los bolivianos cuál es esa fuente del bienestar material?  Yo creo que no, porque un país que entiende tal cosa no procede contra el capital ni la propiedad  privada, de la forma en la que nosotros lo hemos hecho este último tiempo. Usemos el ejemplo del gas para ilustrar esta afirmación, aunque también podríamos mencionar la nueva Ley Agraria, que ha atemorizado y frenado la inversión en el campo y cuyas consecuencias ya estamos sufriendo los bolivianos con la inflación de los alimentos.

Gracias a la recurrente fiebre patriotera nacional, que se ha expresado de nuevo en las “nacionalizaciones” de las empresas energéticas (que han consistido mas bien en expropiaciones a los accionistas extranjeros, porque han sido indemnizados por su parte; y confiscaciones a los accionistas nacionales, esto es, los bolivianos mayores de veintiún años a la fecha de la nacionalización, porque nadie los ha indemnizado por nada) y en una Constitución que penaliza y traba la inversión y el trabajo privado, Bolivia ha espantado a los potenciales inversores, es decir, a las empresas con el conocimiento y la capacidad económica para el desarrollo del negocio energético (que no son infinidad como ilusamente pensaron algunos) y ahora vemos con pavor cómo año a año aumenta la demanda de gasolina y diésel (dos carburantes que producimos poco) y cómo por esa razón los ingresos de la exportación de gas sirven cada vez menos para el desarrollo nacional, y cada vez mas para compensar una demagógico subsidio que llevará (a no dudarlo) en pocos años más al colapso de las finanzas públicas, cargadas hoy en día, además, con la obligación de pagar miles de empleados públicos de las nuevas empresas estatales que acaba de crear el gobierno nacional.

Y si al anterior cuadro le agregamos que la actividad privada empresarial boliviana no ha crecido ni se ha diversificado como es deseable, por la pura estupidez de los  gobernantes  actuales, a quienes no parece importarles lo que ocurrirá en unos años más (2019) cuando termine el contrato de exportación de gas al Brasil, el panorama es francamente negro.

Porque para entonces (2019) y gracias a la tecnología americana para extraer gas de la lutita (un mineral abundante en muchos países) nuestros ingresos por la exportación de gas pueden reducirse fácilmente a la mitad (en el hipotético caso de que Brasil sigua comprando) en razón de la tendencia mundial a la baja del precio del gas. 

El mayor pecado de un país es no pensar con racionalidad e inteligencia sus problemas. Nosotros somos un caso patético. Ahora que hemos “recuperado” los recursos naturales (una mentira bien montada porque el Estado nunca perdió tuición sobre ellos) ¿Funcionan las cosas mejor? Es decir, ¿Estamos produciendo más hidrocarburos? ¿Hay más inversión en el sector? ¿Hemos ampliado nuestros mercados? ¿O acaso ingresado de lleno en la era de la petroquímica? ¿Cumplimos  religiosamente nuestros compromisos internacionales? ¿Hemos tendido redes de distribución en nuestras ciudades para disfrutar del nuestro recurso energético más abundante?

Los negocios de este tipo sólo pueden sostenerse  dependiendo de un flujo millonario de inversión porque los costos generales son exorbitantes y no hay Estado capaz de asumirlos por su cuenta. También porque la obligación de aumentar la producción no resulta del mero carácter industrioso del productor, sino de la creciente necesidad de los mercados, que son organismos en continua expansión. La inversión entonces es clave en este negocio.

¿Pero, qué pasa si ella desaparece? Nuestro caso ilustra bien tal cosa. Ya  no somos, como en el pasado inmediato, el potencial abastecedor gasífero del continente. Por el contrario, hemos provocado, a plan de discursos y de ataques obtusos a la propiedad, que los países vecinos (nuestros potenciales compradores) hayan terminado desconfiando de nosotros y optado mas bien por instalar una infraestructura diseñada para regasificar el energético licuado que llega de ultramar en los depósitos de enormes barcos tanqueros, o simplemente aumentado sus cuotas de inversión en la exploración propia. En otras palabras, somos responsables, por incompetencia y falta de racionalidad elemental, de la parálisis de nuestro sector energético. (Será bueno escuchar lo que tengan que decir las personas que llevaron adelante este proyecto estatizador del área energética, una vez se acabe la bonanza de los precios de los alimentos y las materias primas y los ingresos nacionales por la exportación de energéticos decrezcan por la falta de inversiones y de producción, algo que no está lejos de ocurrir)

Ahora bien, este pecado capital (de ignorancia supina sobre las razones de la prosperidad) los pueblos los pagan luego sufriendo dantescas dificultades económicas y sociales, porque los conflictos que la pobreza trae consigo no son una bicoca. La primera consecuencia de atacar a la propiedad privada y a los sectores productivos suele ser la inflación (que es consecuencia de la merma productiva) y los más afectados por la subida de precios suelen ser los más pobres, que no pueden nunca seguirle el paso, porque lo que ganan no se estira a tal ritmo.

Atacar el sistema productivo privado es el mayor desatino político que se pueda cometer en este siglo, no sólo porque se destruye con ello la fuente principal de donde mana el agua salvadora (en los ingresos nacionales la cuota de los privados alcanza fácilmente  un sesenta por ciento ) sino porque sólo se pueden sostener tales regímenes a plan de represión y fuerza, ya que estas aventuras revolucionarias (como las que propone la izquierda que hoy maneja el Estado nacional) alientan las contradicciones sociales, más que resolverlas.

Los ataques a la propiedad privada, al derecho al libre trabajo, a vivir de la industria que se elija, a la seguridad jurídica, y en general a las libertades y los derechos civiles, tensionan las cosas de tal modo dentro de la sociedad que el conflicto político se vuelva una constante en la vida diaria de los países que así se conducen, limitando sus posibilidades de aumentar su producción, que es, como ya se dijo, la verdadera fuente de la vida para los pueblos.

Pensar que la solución llega por los liderazgos mesiánicos, por las políticas de distribución planificadas desde el Estado (no por los mercados y la actividad privada) no sólo es equivocado, es el más rápido camino al infierno.

Repitamos una vez más entonces: no hay  prosperidad fuera del régimen de respeto por las libertades y de descentralización del poder político, como el que las repúblicas democráticas han diseñado, porque sólo en aquella atmósfera es posible el desarrollo de la industria y el conocimiento, razones de fondo del bienestar de los pueblos.