CARLOS HERRERA
(III Fragmento del libro inédito "Apuntes sobre la Sociedad Abierta")
El fenómeno político de la Democracia, según enseña la historia, es como la etapa superior de lo que se conoce como Estados de Derecho, es decir, esos Estados que nacieron en la madurez del tiempo del absolutismo monárquico (siglo XIX) y donde la norma jurídica pactada entre las clases estamentales y el soberano era el referente principal de la organización social. Un régimen político, dicho sea de paso, originado también por la necesidad de regular e imponer una sola voluntad política y de organización administrativa a toda la nación, antes fragmentada en feudos o regiones relativamente autónomas.
Pero la fuente más relevante de las Democracias modernas fueron las ideas liberales surgidas en el siglo XVIII, que inspiraron también el Constitucionalismo moderno, una forma de organización política fundada en la idea que la defensa de la libertad y los derechos fundamentales de las personas, es la razón de ser del Estado. De ahí también la idea de desconcentrar el Estado en tres poderes independientes el uno del otro (como una forma de limarle las uñas al ogro) con competencias y funciones también diferentes, todo ello anotado en una norma básica a la que se llamó Constitución Política del Estado, donde quedaban registrados los valores y principios (libertad y derechos, elecciones de las autoridades por un plazo definido, gobierno con separación de poderes y economía basada en la propiedad privada) a los que las leyes que los países adscritos al constitucionalismo debían sujetarse en todo momento.
Adoptar el régimen Constitucionalista quiere decir entonces que los países democráticos aceptan diseñar una legislación (así como una institucionalidad) no sólo dirigida a la defensa de los derechos individuales, sino también del sistema capitalista y la economía de mercado, donde el principio de la propiedad privada ocupa un lugar central.
Las Democracias Representativas (consecuencia de la evolución de la doctrina del mandato representativo formulado ya en la política medieval) son un fenómeno más bien propio del siglo XX, y por eso los regímenes democráticos del primer mundo tienen casi la misma edad que las democracias del tercer mundo.
Las diferencias surgen, empero, cuando se analizan los logros que unas y otras han conseguido en los asuntos de educación, salud e ingresos. El verdadero rostro de las primeras lo constituye una numerosa y relativamente próspera clase media que ha visto mejorar su vida de un modo continuado desde hace algo más de medio siglo. Una bien pensada estrategia de apoyo a la educación y a la investigación científica estimuló sus capacidades productivas de tal modo, que en cuestión de medio siglo han alcanzado unos estándares de vida y producción asombrosos.
Aunque es cierto que la tecnología de estos pueblos es más vieja que la del tercer mundo y que esto los ha encontrado mejor preparados para el fenómeno del comercio mundial devenido de la globalización (un asunto que se consolida y desarrolla plenamente recién después de la segunda guerra mundial) no lo es menos que acompañar ese vertiginoso incremento del comercio con inteligentes medidas políticas (libertades individuales, protección de la propiedad privada, etc.) fue la causa de fondo de la explosiva generación de miles de empresas y negocios que alentaron fuertemente su crecimiento económico.
El éxito de las Democracias desarrolladas puede entenderse mejor entonces si se advierte que la nota común entre ellos la adhesión de la gente al Derecho pactado, y que la norma jurídica democrática y no el capricho de un solo hombre, es el verdadero referente de organización y conducta social.
La norma democrática es importante además porque conlleva una previsibilidad que permite y estimula el movimiento del capital, para quien es importante tener de antemano el conocimiento preciso de las condiciones a las que debe someterse, o el riesgo que debe correr, un asunto clave para el desarrollo y el progreso de las naciones del mundo.
Repitamos entonces que la protección y la promoción de las libertades individuales, tanto como el respeto por la propiedad privada, son las razones de fondo del éxito de las Democracias liberales modernas.
En los pueblos subdesarrollados, empero, las Democracias han evolucionado de un modo diferente a las de los pueblos desarrollados. Vistas las cosas en su generalidad, la mayoría de los pueblos subdesarrollados están organizados a imagen y semejanza de los países modernos. Tienen Constituciones con garantías para el ejercicio de los derechos básicos, así como casi todas las instituciones que caracterizan a las Democracias modernas en el mundo: los clásicos poderes republicanos (Legislativo, Judicial y Ejecutivo) además de Tribunales Constitucionales, Cortes Electorales, Entes Reguladores, etc. y sin embargo en el fondo nada es igual.
Y esto porque aunque su legislación es abundante y moderna, es decir, no les faltan leyes ni instituciones, estos países aún no tienen la capacidad de imponerlas en la conducta y la organización social, no logran todavía hacerlas aterrizar en la vida diaria, esto es, no han asimilado la cultura democrática de una forma inteligente.
O lo que es lo mismo, no son verdaderas Democracias, ni verdaderos Estados de Derecho, porque con frecuencia no es la norma la que rige el orden social, sino la fuerza corporativa, esto es, el poder de los gremios sociales, o la voluntad de un caudillo que se asume como el salvador de la patria. Por eso se engañan a ellas mismas cuando se piensan como sociedades de Derecho, porque no entienden con la debida objetividad algo que es esencial para el desarrollo de un pueblo: el sentido obligatorio de la ley democrática, que implica la obligación general de su acatamiento.
La ley para muchos de esos pueblos es una mera formalidad, algo que se adopta, más que como una orden de cumplimiento obligatorio, como una sugerencia librada a la voluntad de las personas. Ahí el verdadero talón de Aquiles de aquellas Democracias. Su problema entonces pasa por darle contenido real a sus normas, por convertirlas en una cultura general.
No debe olvidarse tampoco, a este respecto, que cuando se habla de Derecho, en realidad se está hablando de normas que proceden de los parlamentos y que los mismos están conformados en sintonía con la voluntad soberana del pueblo, por lo que al final las normas modernas no traducen otra cosa que la voluntad mayoritaria de la sociedad, una idea que constituye uno de los principios rectores del sistema democrático, esto es, que las leyes deben cumplirse porque son una manifestación objetiva de la voluntad de la mayoría de la sociedad, si bien esto no implica en modo alguno dar legitimidad a aquellas leyes que vulneran los derechos de las minorías.
Ahora bien, la vida de muchas de las Democracias subdesarrolladas (y en general en los países pobres) tiene como precedente histórico el autoritarismo y la asonada revolucionaria, es decir, una historia política que le ha legado a la gente una psicología proclive a entender y a actuar apelando a la violencia más que mediante la razón y el diálogo, que son características de la sociedad abierta.
Esta idea de la violencia como partera de las soluciones sociales (típica de la filosofía socialista) tiene aún una indeleble impronta en el subconsciente colectivo, y explica al mismo tiempo la pobreza en la que viven de muchos países, porque la falta de conciencia sobre la utilidad de la ley pactada genera infinidad de problemas, el mas importante de los cuales es la ausencia de unos sistemas económicos fuertes, porque la inestabilidad y la falta de seguridad jurídica espantan las inversiones, que es uno de los más importantes factores de progreso.
Además la violencia y la imposición como conducta política no morigeran las tensiones y las contradicciones sociales, más bien las agudizan. Así, aquellos Estados que han convertido a sus instituciones en nada más que un objetivo político (olvidando que el sentido y la razón de ser de aquellas no es la de servir de medio de control social, sino ser herramientas de servicio y de orden) casi nunca alcanzan metas sociales mayores, porque no advierten que el buen uso de las instituciones son una verdadera palanca de progreso, como lo enseña la experiencia de los pueblos desarrollados.
Cuando los Estados sólo sirven para asegurar privilegios corporativos o de clase, nunca logran impulsar el verdadero potencial nacional. Porque se distorsiona su función esencial, que es la de proteger los derechos y la vida de las personas, lo que impide al mismo tiempo que el trabajo y la economía prosperen lo suficiente como para cambiar para bien las condiciones generales de la vida de los pueblos, un asunto que requiere de un tiempo prolongado para manifestarse plenamente. Esa cultura contrahecha explica también por qué el último siglo de la historia política de los pueblos pobres de Occidente ha estado infestado de autoritarismo y dictaduras de izquierda como de derecha, y que más que bien le han traído a sus pueblos estancamiento y pobreza.