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isaiah berlinMARIO VARGAS LLOSA

Una constante en el pensamiento occidental es de creer que existe una sola respuesta verdadera para cada problema humano y que, una vez hallada esta respuesta, todas las otras deben ser rechazadas por erróneas. Creencia complementaria de la anterior y tan antigua como ella, es que los más nobles ideales que animan a los hombres – justicia, libertad, paz, placer – son compatibles unos con otros. Para Isaiah Berlin estas creencias son falsas y de ella derivan buena parte de las tragedias de la humanidad. De ese escepticismo el profesor Berlin extraía unos argumentos poderosos y originales en favor de la libertad de elección y del pluralismo ideológico.

Fiel a su método indirecto, Isaiah Berlin expone su teoría de las verdades contradictorias o de los fines irreconciliables a través de otros pensadores en los que encuentra indicios, adivinaciones, de esta tesis. Así, por ejemplo, en su ensayo sobre Maquiavelo nos dice que éste detectó, de manera involuntaria, casual, esta “incómoda verdad”: que no todos los valores son compatibles, que la noción de una única y definitiva filosofía para establecer la sociedad perfecta es material y conceptualmente imposible. Maquiavelo llegó a esta conclusión al estudiar los mecanismos de poder y comprobar que ellos eran írritos a todos los valores de la vida cristiana que, en teoría, regulaban la vida de la sociedad. Llevar una “vida cristiana”, aplicar de manera rigurosa las normas éticas prescritas por ella, significaba condenarse a la impotencia política, ponerse a merced de los inescrupulosos y los pícaros; si se quería ser políticamente eficiente y construir una comunidad “gloriosa”, como Atenas o Roma, había que renunciar a la educación cristiana y reemplazarla por otra más apropiada a ese fin. A Berlin no le parece tan importante que Maquiavelo propusiera esa disyuntiva como su intuición de que los términos de ella eran igualmente persuasivos y tentadores desde el punto de vista moral y social. Es decir, que el autor de El Príncipe advirtiera que el ser humano podía verse desgarrado entre metas que lo solicitaban por igual y que eran alérgicas una a la otra.

Todas las utopías sociales – de Platón a Marx – han partido de un acto de fe: que los ideales humanos, las grandes aspiraciones del individuo y de la colectividad, son capaces de congeniar, que la satisfacción de uno o varios de estos fines no es obstáculo para materializar también los otros. Quizás nada expresa mejor este optimismo que el rítmico lema de la Revolución francesa: Libertad, Igualdad, Fraternidad. El generoso movimiento que pretendió establecer el gobierno de la razón sobre la tierra y materializar estos ideales simples e indiscutibles demostró al mundo, a través de sus repetidas carnicerías y de sus múltiples frustraciones, que la realidad social era más tumultuosa e impredecible de lo que suponían las abstracciones de los filósofos prescribiendo recetas para la felicidad de los hombres. La más inesperada demostración – que aún hoy muchos se niegan a aceptar – fue la de que estos ideales se repelían uno al otro desde el instante mismo en que pasaban de la teoría a la práctica; de que, en vez de apoyarse entre sí, se excluían. Los revolucionarios franceses descubrieron, asombrados, que la libertad era una fuente de desigualdades y que un país en el que los ciudadanos gozaban de una total o muy amplia capacidad de iniciativa y gobierno de sus actos y bienes sería tarde o temprano un país escindido por numerosas diferencias materiales y espirituales. Así, para establecer la igualdad no habría otro remedio que sacrificar la libertad, imponer la coacción, la vigilancia y la acción todopoderosa y niveladora del Estado. Que la injusticia social fuera el precio de la libertad y la dictadura de la igualdad – y que la fraternidad sólo pudiera concretarse de manera relativa y transitoria, por causas más negativas que positivas, como en el caso de una guerra o cataclismo que aglutinara a la población en un movimiento solidario – es algo lastimoso y difícil de aceptar.

Sin embargo, según Isaiah Berlin, más grave que aceptar este terrible dilema del destino humano, es negarse a aceptarlo (jugar al avestruz). Por lo demás, por trágica que sea, esta realidad permite sacar lecciones provechosas en términos prácticos. Los filósofos, historiadores y pensadores políticos que intuyeron este conflicto – el de las verdades contradictorias – han mostrado una mayor aptitud para entender el proceso de la civilización. Por un camino distinto al de Maquiavelo, Montesquieu también advirtió como característica central en el discurrir de la humanidad que los fines de los seres humanos fueron muchos y distintos y a menudo incompatibles unos con otros y que ésta era la raíz de choques entre civilizaciones y de diferencias entre comunidades distintas y, en el seno de una misma comunidad, de rivalidades entre clases y grupos y, en la propia intimidad de la conciencia individual, de crisis y desgarramientos.

Como Montesquieu en el siglo XVIII, el gran escritor e inconforme ruso Alexander Herzen percibe en el siglo XIX este dilema y ello le permite analizar más lúcidamente que otros contemporáneos el fracaso de las revoluciones europeas de 1848 y 1849. Herzen es un vocero privilegiado de Isaiah Berlin; sus afinidades son enormes y uno entiende que le haya consagrado uno de sus más luminosos ensayos. El escepticismo tiene en ambos un signo curiosamente positivo y estimulante, es un llamado a la acción pues se refuerza con consideraciones pragmáticas y toques de optimismo. Herzen fue uno de los primeros en rechazar, como fuente de crímenes, la noción de que existe un futuro esplendoroso para la humanidad al que las generaciones presentes deben ser sacrificadas. Como Herzen, Berlin recuerda a menudo que las pruebas históricas de que no hay justicia que haya resultado de una política injusta o libertad que naciera de la opresión. Ambos, por eso, creen que en cuestiones sociales son siempre preferibles los éxitos parciales pero efectivos a las grandes soluciones totalizadoras, fatalmente quiméricas.

Que haya verdades contradictorias, que los ideales humanos puedan ser adversarios no significa para Isaiah Berlin que debamos desesperar y declararnos impotentes. Significa que debemos tener conciencia de la importancia de la libertad de elegir. Si no hay una sola respuesta para nuestros problemas sino varias, nuestra obligación es vivir constantemente alertas, poniendo a prueba las ideas, leyes, valores que rigen nuestro mundo, confrontándolos unos con otros, ponderando el impacto que causan en nuestras vidas, y eligiendo unos y rechazando otros, o, en difíciles transacciones, modificando los demás. Al mismo tiempo que un argumento a favor de la responsabilidad y la libertad de elección, Isaiah Berlin ve en esta condición del destino humano una irrefutable razón para comprender que la tolerancia, el pluralismo, son, más que imperativos morales, necesidades prácticas para la supervivencia de los hombres. Si hay verdades que se rechazan y fines que se niegan, debemos aceptar la posibilidad del error en nuestras vidas y ser tolerantes para con el de los demás. También, admitir que la diversidad – de ideas, acciones, costumbres, morales, culturas – es la única garantía que tenemos de que el error, si se entroniza, no cause demasiados estragos, ya que no existe una solución para nuestros problemas, sino muchas y todas ellas precarias.

Tomado del libro "La llamada de la tribu" del mismo autor