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vargasllosa2MARIO VARGAS LLOSA

En el mundo en el que yo me muevo más, América latina y España, lo
usual es que, cuando alguien o alguna institución elogia mis novelas o
mis ensayos literarios, se apresure inmediatamente a añadir.. "pese a que
discrepe de"...."aunque no siempre coincida con"... o "esto no significa que
acepte las cosas que él (yo) critica o defiende en el ámbito político".


Acostumbrado a esta partenogénesis de mí, me siento, ahora, feliz,
reintegrado a la totalidad de mi persona, gracias al Premio Irving
Kristol que, en vez de practicar conmigo aquella esquizofrenia, me
identifica como un solo ser, el hombre que escribe y el que piensa y
en el que, me gustaría creer, ambas cosas son una sola e irrompible
realidad.

Pero, ahora, para ser honesto con ustedes [...], siento la obligación
de explicar mi posición política con cierto detalle. No es nada fácil.
Me temo que no baste afirmar que soy -sería más prudente decir creo
que soy- un liberal. La primera complicación surge con esta palabra.
Como ustedes saben muy bien, liberal quiere decir cosas diferentes y
antagónicas, según quién la dice y dónde se dice. [...]

Aquí, en Estados Unidos, y en general en el mundo anglosajón, la
palabra liberal tiene resonancias de izquierda y se identifica, a
veces, con socialista y radical. En América latina y en España, donde
la palabra liberal nació en el siglo XIX para designar a los rebeldes
que luchaban contra las tropas de ocupación napoleónicas, en cambio, a
mí me dicen liberal -o, lo que es más grave, neoliberal- para
exorcizarme o descalificarme, porque la perversión política de nuestra
semántica ha mutado el significado originario del vocablo -amante de
la libertad, persona que se alza contra la opresión- reemplazándolo
por el de conservador y reaccionario, es decir, algo que en boca de un
progresista quiere decir cómplice de toda la explotación y las
injusticias de que son víctimas los pobres del mundo.

Ahora bien, para complicar más las cosas, ni siquiera entre los
propios liberales hay un acuerdo riguroso sobre lo que entendemos por
aquello que decimos y queremos ser. [...] Como el liberalismo no es
una ideología, es decir, una religión laica y dogmática, sino una
doctrina abierta que evoluciona y se pliega a la realidad en vez de
tratar de forzar a la realidad a plegarse a ella, hay, entre los
liberales, tendencias diversas y discrepancias profundas. Respecto de
la religión, por ejemplo, o de los matrimonios gay o del aborto, y
así, los liberales que, como yo, somos agnósticos, partidarios de
separar la Iglesia del Estado, y defendemos la descriminalización del
aborto y el matrimonio homosexual, somos a veces criticados con dureza
por otros liberales, que piensan en estos asuntos lo contrario que
nosotros. Estas discrepancias son sanas y provechosas, porque no
violentan los presupuestos básicos del liberalismo, que son la
democracia política, la economía de mercado y la defensa del individuo
frente al Estado.

Hay liberales, por ejemplo, que creen que la economía es el ámbito
donde se resuelven todos los problemas y que el mercado libre es la
panacea que soluciona desde la pobreza hasta el desempleo, la
marginalidad y la exclusión social. Esos liberales, verdaderos
logaritmos vivientes, han hecho a veces más daño a la causa de la
libertad que los propios marxistas [...]. No es verdad. Lo que
diferencia a la civilización de la barbarie son las ideas, la cultura,
antes que la economía [...]. Es la cultura, un cuerpo de ideas,
creencias y costumbres compartidas -entre las que, desde luego, puede
incluirse la religión-, la que da calor y vivifica la democracia y la
que permite que la economía de mercado, con su carácter competitivo y
su fría matemática de premios para el éxito y castigos para el
fracaso, no degenere en una darwiniana batalla en la que -la frase es
de Isaiah Berlin- los lobos se coman a todos los corderos. El mercado
libre es el mejor mecanismo que existe para producir riqueza y, bien
complementado con otras instituciones y usos de la cultura
democrática, dispara el progreso material de una nación a los
vertiginosos adelantos que sabemos. Pero es también un mecanismo
implacable que, sin esa dimensión espiritual e intelectual que
representa la cultura, puede reducir la vida a una feroz y egoísta
lucha en la que sólo sobrevivirían los más fuertes.

Pues bien, el liberal que yo trato de ser cree que la libertad es el
valor supremo, ya que gracias a la libertad la humanidad ha podido
progresar desde la caverna primitiva hasta el viaje a las estrellas y
la revolución informática, desde las formas de asociación colectivista
y despótica, hasta la democracia representativa. Los fundamentos de la
libertad son la propiedad privada y el Estado de Derecho, el sistema
que garantiza las menores formas de injusticia, que produce mayor
progreso material y cultural, que más ataja la violencia y el que
respeta más los derechos humanos. Para esa concepción del liberalismo,
la libertad es una sola y la libertad política y la libertad económica
son inseparables, como el anverso y el reverso de una medalla. Por no
haberlo entendido así, han fracasado tantas veces los intentos
democráticos en América latina. Porque las democracias que comenzaban
a alborear luego de las dictaduras respetaban la libertad política
pero rechazaban la libertad económica, lo que, inevitablemente,
producía más pobreza, ineficiencia y corrupción, o porque se
instalaban gobiernos autoritarios, convencidos de que sólo un régimen
de mano dura y represora podía garantizar el funcionamiento del
mercado libre. Esta es una peligrosa falacia. Nunca ha sido así y por
eso todas las dictaduras latinoamericanas desarrollistas fracasaron,
porque no hay economía libre que funcione sin un sistema judicial
independiente y eficiente, ni reformas que tengan éxito si se
emprenden sin la fiscalización y la crítica que sólo la democracia
permite. Quienes creían que el general Pinochet era la excepción a la
regla, porque su régimen obtuvo algunos éxitos económicos, descubren
ahora, con las revelaciones sobre sus asesinados y torturados, cuentas
secretas y sus millones de dólares en el extranjero, que el dictador
chileno era, igual que todos sus congéneres latinoamericanos, un
asesino y un ladrón.

Democracia política y mercados libres son dos fundamentos capitales de
una postura liberal. Pero, formuladas así, estas dos expresiones
tienen algo de abstracto y algebraico, que las deshumaniza y aleja de
la experiencia de las gentes comunes y corrientes. El liberalismo es
más, mucho más que eso. Básicamente, es tolerancia y respeto a los
demás y, principalmente, a quien piensa distinto de nosotros, practica
otras costumbres y adora otro dios o es un incrédulo. Aceptar esa
coexistencia con el que es distinto ha sido el paso más extraordinario
dado por los seres humanos en el camino de la civilización, una
actitud o disposición que precedió a la democracia y la hizo posible y
contribuyó más que ningún descubrimiento científico o sistema
filosófico a atenuar la violencia y el instinto de dominio y de muerte
en las relaciones humanas. Y lo que despertó esa desconfianza natural
hacia el poder, hacia todos los poderes, que es en los liberales algo
así como nuestra segunda naturaleza.

No se puede prescindir del poder, claro está, salvo en las hermosas
utopías de los anarquistas. Pero sí se puede frenarlo y contrapesarlo
para que no se exceda, usurpe funciones que no le competen y arrolle
al individuo, ese personaje al que los liberales consideramos la
piedra miliar de la sociedad y cuyos derechos deben ser respetados y
garantizados porque, si ellos se ven vulnerados, inevitablemente se
desencadena una serie multiplicada y creciente de abusos que, como las
ondas concéntricas, arrasan con la idea misma de la justicia social.

[...] El colectivismo, inevitable en los primeros tiempos de la
historia, cuando el individuo era sólo una parte de la tribu, que
dependía del todo social para sobrevivir, fue declinando a medida que
el progreso material e intelectual permitían al hombre dominar la
naturaleza, vencer el miedo al trueno, a la fiera, a lo desconocido, y
al otro, al que tenía otro color de piel, otra lengua y otras
costumbres. [...] En cada época, esa tara atávica, el colectivismo,
asoma su horrible cara y amenaza con destruir la civilización y
retrocedernos a la barbarie. Ayer se llamó fascismo y comunismo, hoy
se llama nacionalismo y fundamentalismo religioso. [...]

Aunque la palabra liberal sigue siendo todavía una mala palabra de la
que todo latinoamericano políticamente correcto tiene la obligación de
abominar, lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, ideas y
actitudes básicamente liberales han comenzado también a contaminar
tanto a la derecha como a la izquierda en el continente de las
ilusiones perdidas. [...] Y hay casos interesantes y alentadores, como
el de Lula quien, antes de ser elegido presidente, predicaba una
doctrina populista, el nacionalismo económico y la hostilidad
tradicional de la izquierda hacia el mercado y es, ahora, un
practicante de la disciplina fiscal, un promotor de las inversiones
extranjeras, de la empresa privada y de la globalización [...]. En la
Argentina, aunque con una retórica más encendida y llena a veces de
bravatas, el presidente Kirchner está siguiendo sus pasos,
afortunadamente, aunque a veces parezca hacerlo a regañadientes y dé
algún tropezón. [...] Son síntomas positivos de una cierta
modernización de una izquierda que, sin reconocerlo, va admitiendo que
el camino del progreso económico y de la justicia social pasa por la
democracia y por el mercado, como hemos sostenido los liberales
siempre, predicando en el vacío durante tanto tiempo. Si en los
hechos, la izquierda latinoamericana comienza a hacer en la práctica
una política liberal, aunque la disfrace con una retórica que la
niega, en buena hora: es un paso adelante y significa que hay
esperanzas de que América latina deje por fin atrás el lastre del
subdesarrollo y de las dictaduras. Es un progreso, como lo es la
aparición de una derecha civilizada que ya no piense que la solución
de los problemas está en tocar las puertas de los cuarteles, sino en
aceptar el sufragio, las instituciones democráticas y hacerlas
funcionar.

Otro síntoma positivo, en el panorama tan cargado de sombras de la
América latina de nuestros días es el hecho de que el viejo
sentimiento antinorteamericano que alentaba en el continente ha
disminuido considerablemente. [...] El liberal que les habla se ha
visto con frecuencia en los últimos años enfrascado en polémicas,
defendiendo una imagen real de los Estados Unidos que la pasión y los
prejuicios políticos deforman a veces hasta la caricatura. El problema
que tenemos quienes intentamos combatir estos estereotipos es que
ningún país produce tantos materiales artísticos e intelectuales
antiestadounidenses como el propio Estados Unidos -el país natal, no
lo olvidemos, de Michael Moore, Oliver Stone y Noam Chomsky-, al
extremo de que a veces uno se pregunta si el antinorteamericanismo no
será uno de esos astutos productos de exportación, manufacturados por
la CIA, de que el imperialismo se vale para tener ideológicamente
manipuladas a las muchedumbres tercermundistas. Antes, el
antiamericanismo era popular sobre todo en América latina, pero ahora
ocurre más en ciertos países europeos, sobre todo aquellos que se
aferran a un pasado que se fue, y se resisten a aceptar la
globalización y la interdependencia de las naciones en un mundo en el
que las fronteras, antes sólidas e inexpugnables, se van volviendo
porosas y desvaneciendo poco a poco. Desde luego, no todo lo que
ocurre en Estados Unidos me gusta, ni mucho menos. Por ejemplo,
lamento que todavía haya muchos estados donde se aplica esa aberración
que es la pena de muerte y un buen número de cosas más, como que, en
la lucha contra las drogas, se privilegie la represión sobre la
persuasión, pese a las lecciones de la llamada ley seca (The
Prohibition). Pero, hechas las sumas y las restas, creo que, entre las
democracias del mundo, la de Estados Unidos es la más abierta y
funcional, la que tiene mayor capacidad autocrítica y la que, por eso
mismo, se renueva y actualiza más rápido en función de los desafíos y
las necesidades de la cambiante circunstancia histórica. Es una
democracia en la que yo admiro sobre todo aquello que el profesor
Samuel Huntington teme: esa formidable mezcolanza de razas, culturas,
tradiciones, costumbres, que aquí consiguen convivir sin entrematarse,
gracias a esa igualdad ante la ley y a la flexibilidad del sistema
para dar cabida en su seno a la diversidad, dentro del denominador
común del respeto a la ley y a los otros.

[...] Esto es algo de lo que puedo testimoniar casi en primera
persona. Mis padres, cuando ya habían dejado de ser jóvenes, fueron
dos de esos millones de latinoamericanos que, buscando las
oportunidades que no les ofrecía su país, emigraron a los Estados
Unidos. Durante cerca de veinticinco años vivieron en Los Angeles,
ganándose la vida con sus manos, algo que no habían tenido que hacer
nunca en Perú. Mi madre trabajó muchos años como obrera, en una
fábrica textil llena de mexicanos y centroamericanos, entre los que
hizo excelentes amigos. Cuando mi padre falleció, yo creí que ella
volvería a Perú, como yo se lo pedía. Pero, por el contrario, decidió
quedarse aquí, viviendo sola e incluso pidió y obtuvo la nacionalidad
estadounidense, algo que mi padre nunca quiso hacer. Más tarde, cuando
ya los achaques de la vejez la hicieron retornar a su tierra natal,
siempre recordó con orgullo y gratitud a Estados Unidos, su segunda
patria. Para ella nunca hubo incompatibilidad alguna, ni el menor
conflicto de lealtades, entre sentirse peruana y norteamericana.

Quizás este recuerdo sea algo más que una evocación filial. Quizás
podamos ver en este ejemplo un anticipo del futuro. Soñemos, como
hacen los novelistas: un mundo desembarazado de fanáticos,
terroristas, dictadores; un mundo de culturas, razas, credos y
tradiciones diferentes, coexistiendo en paz gracias a la cultura de la
libertad, en el que las fronteras hayan dejado de serlo y se hayan
vuelto puentes, que los hombres y mujeres puedan cruzar y descruzar en
pos de sus anhelos y sin más obstáculos que su soberana voluntad.

Entonces, casi no será necesario hablar de libertad porque ésta será
el aire que respiremos y porque todos seremos verdaderamente libres.
El ideal de Ludwig von Mises, una cultura planetaria signada por el
respeto a la ley y a los derechos humanos se habrá hecho realidad.