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FERNANDO MOLINA 

La actitud del actual Gobierno respecto a las garantías democráticas fue establecida en los textos que publicaron del año 2000 en adelante Álvaro García Linera y otros intelectuales entonces afines al MAS. Allí se oponía, a la nadería del régimen de libertades y representación, una democracia superior, que, redistribuyendo la riqueza y asegurando un desarrollo más armónico del país, diera a cada uno de los ciudadanos “iguales condiciones de acceso al poder”.

Se esbozaron así (siguiendo una tradición de larga data) dos sentidos para el término “democracia”. Los principales intelectuales bolivianos rechazaron que la calidad democrática del Gobierno se evaluara en función de su respeto a los procedimientos poliárquicos normales (elecciones libres, control institucional del exceso de poder y pluralismo político), y en cambio creyeron justo que se llamara “democrático” al proceso en la medida en que fuera cumpliendo su ideal de igualación socio-económica y participación política directa (por ejemplo, de los campesinos a través del MAS). Algunos de estos intelectuales han defendido últimamente, con el mismo argumento (aunque de una forma más bien vergonzante), que el oficialismo rompiera la prohibición constitucional y su compromiso público de que Evo Morales no postularía a su re-reelección en 2014.

Estamos ante una versión “jacobina” de la democracia, por la cual lo importante no es el cumplimiento de las leyes, sino la profundidad del cambio social que se propicia, aunque sea con evidentes saltos de las normas y un uso discrecional del Parlamento y el Poder Judicial.

Friedrich Hayek afirmó que el camino al totalitarismo comienza con la fusión de las esferas económica y política de la sociedad, fusión que no en vano constituye el gran objetivo de las búsquedas radicales de “democracia sustantiva”, “democracia de alta intensidad”, etcétera. Cuando esta fusión se produce, las garantías políticas de unos cuantos, los que disienten, quedan subordinadas a la consecución de logros económicos para todos. Al mismo tiempo, la economía se maneja con criterios políticos. La política económica se impone sobre la política democrática.

En apariencia es un buen trato que algunos inocentes sean arrestados, que algunos culpables se encarcelen sin juicio, que un asilado permanezca por años encerrado dentro de una embajada, sin salvoconducto para salir del país, que los manifestantes antigubernamentales (incluso cuando son indígenas) reciban palos de la Policía o de los grupos de choque oficialistas, o que incluso la izquierda no pueda hacer política sin recibir sanciones morales y económicas, a cambio del cumplimiento de un gran proyecto de vertebración y ocupación del territorio, y de construcción de la soberanía económica nacional.

Los liberales, sin embargo, no nos cansamos de advertir sobre los riesgos de este trastoque. En algún momento dije que si la igualación socioeconómica iba a exigir que se redujera la libertad política a harapos, era mejor que nos lo pensáramos dos veces, porque al final no tendríamos ni la una ni la otra.

Cada vez resulta más claro quién tenía razón. Siguiendo una evolución que se ha repetido varias veces en la historia, los principales líderes bolivianos ya no sólo identifican “democracia” con su causa, como hicieron al principio, sino incluso con su rol a la cabeza del proceso (“el que se opone a mi candidatura es de derecha”, dijo por ejemplo García Linera), y por eso amenazan y enjuician a todos los críticos, desde el opositor que con todo derecho cuestiona la forma en que se están gastando los recursos públicos, pasando por los funcionarios públicos independientes, que se atacan como “infiltrados” y “espías”, llegando incluso hasta los adherentes ariscos que no siguen las órdenes superiores al pie de la letra.

Con la justicia poética que no escasea en el mundo, el proyecto de una “democracia superior” está convirtiendo en sus víctimas a varios de los intelectuales que lucharon por él durante la primera hora. Su culpa es haber perdido la fe, es decir, haber dejado de identificar esta democracia con “el proceso” (con el proceso, además, tal y como lo dirigen Morales y García Linera). Y la sanción que se les da es considerarlos “enemigos del pueblo”, una categoría soviética que, sugestivamente, ha vuelto a usarse en el país.

Hoy varios de estos intelectuales participan en la lucha por defender la esfera de la libertad política de la amenaza que representa un Estado imbuido de buenos propósitos económicos y sociales. Una lucha que, pese a la represión y el camelo, nunca se ha detenido del todo y que eventualmente logrará sus objetivos.

Sin importar si estos intelectuales llegarán a tener conciencia de esto o no, esta victoria también será un triunfo sobre el pensamiento astuto, pero profundamente erróneo, que pidió y pide a la sociedad sacrificar su autonomía (un ideal abstracto y “burgués”) en aras de un cambio “concreto” de sus condiciones de vida.

Fernando Molina es periodista y escritor.